Esto es el día a día de las discusiones que se dan en esa burbuja digital llamada Twitter. No importan la naturaleza del tema, el racismo, los pueblos indígenas, las adquisiciones del Gobierno. En las interacciones entre actores de cierta relevancia social, que en principio se encuentran en distintas aristas del espectro ideológico, predominan lo que Arthur Brooks denomina la cultura del desprecio.
Hablemos un poco de Brooks antes de explorar Guatemala. Hasta hace poco, Brooks dirigía el American Enterprise Institute, uno de los centros de pensamiento conservadores más importantes de Estados Unidos. Ahora mismo acaba de pasar a ocupar un puesto como profesor de tiempo completo en la Kennedy School of Government de Harvard, una transición poco común para un académico conservador de mucho peso.
Su más reciente obra trata sobre la importancia de la empatía, del diálogo y del consenso. No se trata de un llamado a la práctica de la civilidad y de la tolerancia en el discurso político —llamados que siempre han existido—. Más bien, en un nivel superior, plantea la idea radical de amar a nuestros enemigos, de rescatar la sociedad de la cultura del desprecio. Según Schopenhauer, ese desprecio tan arraigado en ciertos sectores, un sentimiento que destruye el tejido social con una combinación de enojo y disgusto, es una profunda convicción de que la otra persona no vale la pena, mucho menos lo que predica y promueve. Se materializa en una actitud de completo desdén.
Este problema que trata el profesor Brooks al referirse a la sociedad estadounidense está más que latente en Guatemala, sobre todo en estos momentos de depresión poselectoral, en los que la mayoría de los actores de la sociedad civil no están conformes con las dos opciones políticas que pueden llegar a la presidencia después de la segunda vuelta. Los ánimos están caldeados con una mezcla de impotencia e indignación al ver cómo nuestra escuálida democracia toma la ruta hacia el autoritarismo competitivo.
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Ante este panorama gris, en lugar de tratar de construir puentes entre quienes consideran la posibilidad de un consenso nacional que busque el incremento de la calidad democrática, el fortalecimiento del Estado de derecho y la urgente atención mediante servicios sociales a los miles de niños que padecen hambre y desnutrición, varios actores se han dado a la tarea de señalar, insultar, etiquetar y echarle más leña al fuego que consume nuestro tejido social.
Es cierto: hay diferencias en interpretación histórica, sociales o político-ideológicas y aún quedan muchas heridas que deben sanar, pero estas no sanan con sal o veneno. El manto del respeto a las ideas de los demás y un espíritu de apertura y de sano debate deben prevalecer.
En este tiempo de profunda crisis sociopolítica, en el que parece que Guatemala lleva un rumbo fijo hacia el despeñadero, es cuando más nos debe importar la construcción de alianzas. Para acabar con la cultura del desprecio es preciso conocer a los demás, sentarse, escuchar, entablar una relación más allá del debate árido en el mundo digital. Un ejemplo icónico de una amistad que trascendió preferencias de todo tipo es la relación entre el juez Antonin Scalia y la magistrada Ruth Bader Ginsburg, ambos jueces de la Corte Suprema de los Estados Unidos, quienes sostenían teorías de interpretación constitucional antagónicas, pero construyeron una amistad perdurable.
Ginsburg dedica un prólogo espectacular al inicio de una colección de discursos del juez Scalia que se publicó en forma póstuma, un texto magnífico que muestra una enorme calidad humana. Eso es lo que pasa cuando se deja a un lado la cultura del desprecio: puede llegar a florecer hasta la amistad. Guatemala necesita gente así, con capacidad de estar en genuino desacuerdo y al mismo tiempo sentarse, escuchar, ceder y resistir juntos el embate que se avecina.
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