Dicho informe daba cuenta de las atrocidades cometidas en contra de la población civil no combatiente. El Remhi, como se lo conoce comúnmente, documentó, a partir de testimonios de víctimas e incluso de algunos perpetradores, violaciones de derechos humanos que constituyen crímenes contra la humanidad.
El reporte, que elaboró el equipo dirigido por Gerardi Conedera, puso en evidencia las decenas de miles de desapariciones forzadas. Mostró los cientos de masacres y de aldeas arrasadas. Puso en el tapete la tortura y la pena de muerte sumaria, ejecutadas por elementos del Estado. De igual forma, incluyó un informe de las acciones violentas realizadas por organizaciones insurgentes. En el texto también se analiza con magistral precisión la arquitectura y la cultura organizacionales del aparato represivo construido por el Ejército y las fuerzas de seguridad.
Ese esfuerzo por desentramar la verdad y ofrecer un análisis de los hechos de represión brutal contra la sociedad, en especial contra la sociedad política de oposición al régimen, le costó la vida al prelado. Tal y como lo explica el proceso judicial en su primera etapa, con la sentencia a una parte de los autores, el aparato contrainsurgente buscó venganza en la persona del obispo y con ello pretendió silenciar los hechos que el informe narra.
En este se menciona la forma de organización clandestina de los aparatos de inteligencia, especialmente los militares, así como su ala de operaciones. En esa estructura de clandestinidad que describe, el informe da cuenta de los mecanismos de funcionamiento de esos aparatos, los cuales, a la sombra de la permisividad que su estructura secreta les facilitaba, evolucionaron y llegaron incluso a formar parte del crimen organizado.
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Poco les costó avanzar desde allí hasta el entramado del sistema de partidos políticos, que ha servido de base para la toma del Estado por parte de estas agrupaciones. De conducir las acciones brutales de represión contra la población civil no combatiente avanzaron hacia el enriquecimiento particular mediante negocios ilegales y, luego, hacia la compra de empresas políticas para llegar a la presidencia y al Congreso y de ese modo controlar las cortes.
Corren tiempos difíciles para Guatemala. Estamos en medio de una tragicómica mascarada electoral. A pocas semanas de que se cumpla el llamado a ejercer el voto, no hay certeza absoluta de quiénes aparecerán en las papeletas. Con limitaciones tales como claros impedimentos legales, uso indebido de la discrecionalidad jurídica e incluso capturas en Estados Unidos por vinculación al narcotráfico, al menos un tercio de los aspirantes a la presidencia están prácticamente fuera de contienda.
Han pasado 21 años desde la ejecución del obispo de la verdad. En ese tiempo, si bien ha habido avances, también enfrentamos retrocesos. Las noticias dan cuenta de que se incrementan los crímenes por odio ante la orientación sexual, de que aumenta el número de mujeres asesinadas y de que continúan las agresiones contra personas que defienden derechos humanos. Hay en el entorno un clima enrarecido por la violencia y una sensación de depresión social ante el estado de cosas.
Aun así, el legado de búsqueda de justicia y de construcción de memoria que impulsó Juan Gerardi continúa vivo. Una excelente forma de honrar su vida y su ejemplo es alzar la voz y reclamar justicia. No más corrupción ni impunidad. Su legado nos convoca a extender los brazos en busca de unidad y acción conjunta para transformar el actual estado de cosas y sentar las bases de la sociedad que todas y todos merecemos. Solo así podremos decir a viva voz y en coro: «Guatemala, ¡nunca más!».
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