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Guatemala, el poder, la sentencia, Somalia

En 1992, organizaciones de familiares de víctimas, con lideresas como Rigoberta Menchú y Rosalina Tuyuc, lanzaron el grito de “justicia universal para las víctimas del genocidio en Guatemala”.
El 14 de enero de 2012, en la segunda ocasión en la que Ríos Montt se quedó sin inmunidad desde la firma de los Acuerdos de Paz en 1996 las cosas habían cambiado en el Ministerio Público y en el Organismo Judicial.
Rigoberta Menchú y Rosalina Tuyuc son saludadas en el marco de la conmemoración de los 500 años de resistencia indígena en 1992.
Hellen Mack, Rigoberta Menchú, Rosalina Tuyuc y Nineth Montenegro.
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Guatemala, el poder, la sentencia, Somalia

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“Guatemala es la Somalia de América, un Estado fallido”. Así nos ponía el sello en 2008 un ex subdirector de El País. Era frustrante porque era mentira y porque eclipsaba todas las luchas de tantas guatemaltecas y guatemaltecos por construir un Estado con justicia desde hace tanto tiempo, con retrocesos y avances, con evidencias esperanzadoras.

En muchos países en el planeta se ha cometido genocidio y crímenes de lesa humanidad. Países pobres, países ricos, países desiguales, países que ocupan otros países, países que declaran enemigos internos a grupos étnicos o religiosos dentro de sus sociedades. Ha habido algunos países a los que la presión del mundo los ha hecho extraditar a sus dictadores genocidas para ser juzgados en tribunales internacionales o a aceptar tribunales internacionales en sus propios países. Alemania, los Balcanes y países africanos son tres ejemplos.

¿Cómo un país como Guatemala pudo juzgar y sentenciar a su ex dictador por el crimen más deleznable de la humanidad en un tribunal nacional hace diez días –independientemente de lo que decida la Corte de Constitucionalidad-? La respuesta es porque Guatemala no es sólo la Guatemala jodida. Guatemala también tiene una de las sociedades más resilientes y a algunas de las personas más valientes y tozudas del mundo. Y el poder sabe que tiene que unirse para hacerles frente.

Así como el genocidio (1978-1985) no fue una casualidad sino la culminación de un proceso histórico de exclusión, racismo y represión contra los indígenas mayas por parte del poder y del Estado, tampoco es casualidad o una excepción histórica esta sentencia que envió a prisión a Efraín Ríos Montt por haber cometido genocidio y faltado a los deberes de humanidad. Es la culminación de un proceso histórico de denuncia que empezó hace 33 años.

En 1980 Guatemala era muy distinta. De siete millones de habitantes, conformada por indígenas mayas, mestizos y blancos, todavía con más pobres que ahora en un país menos rico. Con mucha organización comunitaria que reclamaba democracia y justicia social en las fincas, calles y fábricas, y guerrillas que querían arrebatar más igualdad desde las montañas o las ciudades. La gobernaba el general Romeo Lucas. Bajo sus órdenes, el Estado consideró un enemigo interno a cualquiera que criticara la injusticia. Mientras mestizos y blancos eran torturados, asesinados o desaparecidos individualmente, los indígenas recibieron una sentencia grupal durante los gobiernos de Lucas (1978-1982), Efraín Ríos Montt (1982-1983) y Oscar Mejía Víctores (1983-1986). Fue así que se llegó a considerar a todos los ixiles como enemigos del Estado y se intentó exterminarlos, como lo hicieron también con otros grupos mayas. Los ixiles son del departamento de Quiché, sede más importante de los mayas cuando vinieron los españoles hace cinco siglos.

Los indígenas de Quiché fueron los primeros en denunciar las masacres y la tierra arrasada, un 31 de enero de 1980. Con el apoyo de estudiantes universitarios y algunos diplomáticos tomaron la embajada de España, mientras había una recepción con políticos, para denunciar las masacres al país y a nivel global. La respuesta del gobierno de Lucas fue lanzar fuego y quemar a todos los presentes. La Guatemala del terror se desenmascaró ante el mundo y se convirtió en un paria.

A diferencia de lo que alegó en su defensa frente al tribunal, Ríos Montt no detuvo sino intensificó esta política contrainsurgente terrorífica y genocida iniciada por Lucas. Y durante su mandato ganó la guerra a fuerza de masacres de civiles desarmados, que podían simpatizar (o no) con la idea de cambios sociales y podían simpatizar (o no) con las guerrillas. El saldo de la victoria y de “haber impedido el contagio sandinista” fue de 200 mil muertos, 50 mil desaparecidos, 1 millón de refugiados en México y actos de genocidio en un país de 7 millones de habitantes y una mayoría indígena.

Pero la quema de la embajada en 1980 no sepultó las denuncias y las demandas de justicia de los mayas y del resto de guatemaltecos. Una década después, en el marco de la celebración del quinto centenario de la conquista española, en 1992, organizaciones de familiares de víctimas, con lideresas como Rigoberta Menchú y Rosalina Tuyuc, lanzaron el grito de “justicia universal para las víctimas del genocidio en Guatemala”. Otros, como el antropólogo jesuita Ricardo Falla, lo denunciaban en foros sociales internacionales y muchos, anónimos, lo hacían por medio del periodismo, la política, la diplomacia o el activismo.

La década siguiente continuaron los esfuerzos por justicia. El Centro de Acción Legal en Derechos Humanos (Caldh) demandó a Ríos Montt por genocidio en tribunales guatemaltecos en 2000. Mientras, en 1999, la Fundación Menchú pidió a la Audiencia Nacional de España conocer el caso bajo el principio de la justicia universal. Estuvo cerca de llegar a buen puerto cuando la justicia española aceptó conocer el caso e intentó extraditarlo, pero rebotó en una Corte de Constitucionalidad de 2004 dominada por riosmontistas y jueces cercanos a la elite. A pesar de la animadversión de la elite por Ríos Montt desde los noventa, un pacto legislativo con el gobierno proempresarial de Óscar Berger y Eduardo Stein le permitió esquivar a la justicia durante el período que no gozó de inmunidad parlamentaria.

Y es que Ríos Montt, hay que recordar, ha sido popular en Guatemala. Lo fue cuando se presentó como el candidato progresista, fue electo presidente en 1974 como líder de la Democracia Cristina y no se lo concedieron por un fraude, que él terminó por aceptar. Tras su ostracismo, se convirtió en pastor neopentecostal y fundó su propio partido de derecha populista, el Frente Republicano Guatemalteco (FRG), con el que llegó al Congreso en 1994 y entre 2000 y 2003 lo presidió con mayoría absoluta. Fue candidato presidencial en 2003 y quedó en tercer lugar con 20 por ciento de los votos. Volvió a ocupar una curul en el Legislativo entre 2008 y 2012.

El 14 de enero de 2012, en la segunda ocasión en la que quedó sin inmunidad desde la firma de los Acuerdos de Paz en 1996 las cosas habían cambiado en el Ministerio Público y en el Organismo Judicial. Los procesos para limpiar las cortes iniciados en 2003 por la sociedad civil y algunos funcionarios resultaron en la llegada en 2009 de Amílcar Velásquez Zárate interinamente y luego Claudia Paz y Paz a la Fiscalía General. Ellos reactivaron los casos de violaciones a los derechos humanos durante la guerra civil, eufemísticamente llamada conflicto armado interno.

Así empezaron y fueron llegando a sentencias condenatorias contra militares por casos de masacres, desapariciones y campamentos de concentración para violaciones sexuales. Y el Ministerio Público hizo propia entonces la demanda del delito más grave, el más deleznable: el de genocidio. Contra la figura de más jerarquía, la más icónica: Ríos Montt.

A los otros dictadores responsables de estos crímenes no los alcanzó la justicia. Lucas murió con alzheimer asilado en Caracas en 2006 y después de su captura, a Mejía Víctores un informe médico oficial lo consideró no apto para responder ante un tribunal.

El caso de genocidio empezó el laberinto de los tribunales en 2011 contra dos generales y Ríos Montt fue añadido en enero de 2012. Entonces era un paria. Su partido FRG consiguió un diputado entre las 158 curules y era el apestado para la elite empresarial, los medios tradicionales, los intelectuales, para todo el mundo; los progresistas lo señalaban de genocida, los conservadores de haberse rebelado contra la élite y más o menos todos de que su partido fue el más corrupto en la democracia.

Tras superar innumerables “trampas legales” interpuestas por la defensa y descritas en esta gráfica, el 19 de marzo de 2013 empezó el juicio por genocidio. Alfred Kalschmitt, empresario, periodista, correligionario del gobierno de Ríos Montt de los ochenta y testigo estrella en el juicio, fue su punta de lanza para revertir este abandono. “Lo dejaron solo”, tituló su columna en Prensa Libre. 

Eso cambió el mapa de poder en Guatemala.

En 1983 se rompió la alianza entre Ríos Montt y la elite. Investigadores como Glenn Cox la sitúan en el intento de Ríos Montt de cobrarles más impuestos. Un lustro después, Ríos Montt formaría su FRG de corte populista “anti-oligárquico”, que lo separaría definitivamente del poder tradicional y los medios conservadores. Pero el juicio revirtió esto.

Los primeros en oponerse, solitarios, fueron los ex militares de extrema derecha abigarrados bajo la Fundación contra el Terrorismo. A estos se les unieron formadores de opinión relacionados con el mundo empresarial y que formaron parte del gobierno de Ríos Montt en 1982 y 1983. Después, los empresarios más jóvenes de la elite, como el expresidente del Cacif Andrés Castillo. Luego anotaron lo que podría haber sido un golpe certero: Intelectuales de la “derecha moderna” y la “izquierda moderada”, todos con orígenes patricios y que compartieron gabinetes en los gobiernos elitistas de Álvaro Arzú y Óscar Berger, publicaron un campo pagado justo el día que iniciaban los testigos de la defensa de Ríos Montt, el 16 de abril. No sólo negaban el genocidio y calificaban el caso de una aberración jurídica, sino que endilgaban la responsabilidad de la posible violencia política que se desatase en quienes reclamaban justicia. Es decir, según el comunicado, las víctimas, los activistas y la Fiscalía no sólo no tenían la razón ni el derecho de reclamar justicia por los horrendos crímenes de hace 30 años, sino que serían responsables de la violencia en su contra que se desataría.

Se sumaron a la presión el Cacif con comunicados institucionales y el diario conservador Prensa Libre en un editorial en el que señalaba de responsable de un posible enfrentamiento a la Fiscalía, si ésta decidía continuar con el juicio. Además, el presidente Otto Pérez Molina desvirtuaba las acusaciones de un testigo en su contra y descalificaba el juicio. Dijo que no sólo estaba de acuerdo con el comunicado de los 12 intelectuales sino que lo suscribía.

Una señal importante para saber cuándo el Cacif siente que está contra las cuerdas y que tiene que emplearse a fondo para conseguir sus objetivos políticos es cuando aparece en escena Marco García Noriega, ahora presidente de la Asociación de Azucareros de Guatemala (Asazgua) y siete veces presidente del Cacif, justo en los momentos en los que hay una amenaza al statu quo. Lo fue cuando se negociaron los Acuerdos de Paz, el pacto fiscal, cuando estuvo FRG en la Presidencia y en otros momentos de afrenta al establishment. En esta entrevista de 2011, García Noriega analiza con su rol dentro del sector privado ante Sandra Torres, el embate del poder emergente en la competencia por el Estado, la pelea con los cooperativistas o el tema fiscal. Ahora aparece en primera plana de todas las conferencias de prensa del Cacif. Una muestra de que el poder se toma en serio asegurar que se mantengan las cosas como quieren es su presencia en la mesa de los micrófonos.

Es, además, la primera vez que el poder cierra filas de tal manera ante un suceso. Poder económico, militar, político, mediático y de intelectuales. Del otro lado, Estados Unidos, la comunidad internacional, algunos medios de comunicación, los activistas de derechos humanos y la sociedad civil.

El pulso parecía demasiado desigual. En una síntesis imposible en dos párrafos, el 18 de abril, la jueza Patricia Flores, del juzgado de Alto Riesgo, anulaba el juicio hasta noviembre de 2011, cuando todavía estaba bajo su poder en el juzgado que decide si un caso amerita un juicio en el Tribunal de sentencia. Esto a pesar de que ya estaba en el tribunal de sentencia de Alto Riesgo, una instancia igual en jerarquías.

Los acusadores –MP, Caldh y la Asociación Justicia y Reconciliación– protestaron ante la Corte de Constitucionalidad, ese omnipresente pero influenciable tribunal, que para sorpresa de todos dio un fallo que no hacía caso omiso de la anulación de Flores. Entonces, el tribunal de Yassmín Barrios, Pablo Xitumul y Patricia Bustamante aprovechó la “no-anulación” para continuar con el juicio y llevarlo hasta sentencia el 10 de mayo.

Condena inesperada

Otros amparos –creados para la garantía de un debido proceso, pero que resultan siendo trampas o recursos legales de esos que permiten que la gran mayoría de crímenes queden en la impunidad en Guatemala– hacían que la mayoría pensáramos que no se llegaría a una sentencia en el juicio por genocidio. Pero el Tribunal maniobró para lograrlo. Ríos Montt declaró ante los jueces. Dijo que era responsabilidad de sus subordinados y que no tuvo conocimiento de las atrocidades. El Tribunal –con base en las evidencias, los peritos y los testigos– no le creyó. Consideró que Ríos Montt sí estaba enterado y no detuvo el horror. Consideró que sí fueron genocidio y crímenes de lesa humanidad lo que se cometió y lo sentenció a 80 años de prisión.

Es el primer caso mundial de condena de un exdictador por genocidio en sus propios tribunales. Otra de las contrainsurgencias más crueles de América Latina, la argentina en los setentas, había sido la única que había logrado algo similar con el exdictador Jorge Villela, encarcelado de por vida por crímenes de lesa humanidad y fallecido tras las rejas la semana pasada.

La condena guatemalteca añadió un caso a la jurisprudencia internacional cuando incluyó las violaciones sexuales como elemento de un genocidio. Políticamente es una forma en la que el Estado le pide perdón a los mayas por toda la represión del siglo XX; fue condenar el peor crimen racista como práctica institucional. Fue, finalmente, sanar y cerrar muchas heridas abiertas desde hace 35 años. Según la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH), entre 1978 y 1984 se cometieron más del 90 por ciento de violaciones a los derechos humanos y el 95 por ciento de las 626 masacres. El fallo hacía justicia no sólo para los ixiles que demandaron justicia sino para todos los que la pidieron desde hace 33 años, desde la embajada de España, las demandas dentro y fuera de Guatemala, en los foros, en las universidades, en las calles.

La sentencia tampoco fue perfecta. Pero “lo perfecto es enemigo de lo bueno”, reza el adagio. En la sentencia no se incluyó un párrafo. Si bien había que enfatizarse que eran civiles desarmados atacados por las fuerzas estatales en una contrainsurgencia genocida, no es cierto que se encontraban como labriegos y fueron sorprendidos en medio de la siembra de la milpa, como se da a entender. La historia oficial todavía tiene pendiente corregir esa interpretación del pasado. Los indígenas mayas –ixiles, k’ichés y muchos otros más– simpatizaron con la idea del cambio social y de justicia después de siglos de injusticias. Y eso no era pecado ni delito ni motivo para que merecieran masacres genocidas. 

Pero para corregir eso habrá tiempo. De momento, el país y el Estado apenas empiezan a acostumbrarse a haber condenado a su exdictador emblemático por genocidio y crímenes de lesa humanidad. Las elites más poderosas se resisten y han presionado públicamente a la Corte de Constitucionalidad para que anule el fallo o el juicio. La Corte, conformada por cinco magistrados, está dividida hasta esta tarde de lunes 20 de mayo. Hay dos jueces muy cercanos al sector privado, Alejandro Maldonado, quien incluso militó en el partido de extrema derecha Movimiento de Liberación Nacional; Roberto Molina Barreto, quien fue parte del gobierno del presidente Óscar Berger; quienes nunca avalarán una sentencia que incluya la palabra genocidio. El magistrado Mauro Chacón, nombrado por la nacional Universidad de San Carlos; y la magistrada Gloria Porras, quien subdirigió la Fiscalía General junto a Amílcar Velásquez Zárate; podrían avalar el fallo. Todo quedará entonces en manos de Héctor Pérez Aguilera, nombrado por el opaco Colegio de Abogados y quién en ocasiones ha defendido a militares pero es la esperanza de los que aplauden la condena en Guatemala y en todo el mundo.

La élite se opone porque teme que puede ser juzgada por su participación junto a los gobiernos militares. El presidente Pérez Molina siente algo parecido ante demandas de algunos activistas de derechos humanos que piden que se le condene por haber sido parte del ejército en Nebaj en 1982. Los 12 intelectuales intentan asustar al resto diciéndoles que se juzgará ahora a 300 militares. La Fiscalía de Derechos Humanos, probablemente extasiada pero exhausta, intuyo que no tiene tanto presupuesto ni capital político para juzgarlos a todos. De momento, logró concluir con sentencia otro juicio paradigmático, el juicio paradigmático de los crímenes del pasado de Guatemala. Juicio que nunca podría realizarse en Somalia. Ni en España. Ni en casi ningún país desarrollado: en Estados Unidos, la condena por las masacres en Vietnam duró tres meses y tras cinco años de Barack Obama, Guantánamo sigue abierta.

Para nosotros, es una buena manera de cerrar un capítulo horroroso de la historia de Guatemala, que no es el país más siniestro del mundo, como apunta un periodista surafricano. Era sólo que tenía un ejército, un Estado y una elite de lo más siniestro del mundo. La sociedad, los antepasados y los ciudadanos y ciudadanas del futuro son como los muchos otros países: con sueños, contradicciones, ganas de trabajar y resiliencia.

 

* Horas después de la publicación de este texto, la Corte de Constitucionalidad, en un fallo dividido 3-2, anuló la sentencia y la mitad del juicio, no hasta 2011 como pedía la defensa, pero sí hasta el 19 de abril de 2013.

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