Desde que empecé a laborar profesionalmente en Guatemala luego de mi fase de estudio en el extranjero, me he dedicado al análisis de los procesos electorales desde el año 2004 hasta la fecha. Y desde siempre me han intrigado las características de la democracia guatemalteca, ya que por todos lados exhibe elementos contradictorios. Intentaré hacer una breve caracterización en este limitado espacio.
Aparentemente, el sistema democrático es sano y robusto. Si definimos la esencia de la democracia como la posibilidad de la alternancia política, Guatemala no ha repetido partido gobernante desde 1985. Sus cifras de participación electoral han ido en aumento, al punto de que en el 2015 se produjo la mayor participación ciudadana, con cifras mayores al 70 %. Adicionalmente a ello, hasta el 2011 el sistema había garantizado un aparente penduleo izquierda-derecha, pues desde 1995 se sucedieron cinco gobiernos con discurso preponderantemente proempresarial (MAS, PAN, GANA, PP y FCN) y tres con discurso dominante de equidad social (DCG, FRG y UNE).
Con estos aspectos positivos conviven elementos de un sistema en franca crisis: todos los partidos gobernantes han tendido a desaparecer, con excepción de la UNE y el PAN. Está pendiente de ver cuál va a ser el desempeño electoral del FCN, pero se prevé que será muy malo si se analizan las tendencias del partido de gobierno dominantes en el pasado. Adicionalmente, el sistema de partidos guatemaltecos es uno de los más volátiles e inestables del mundo, ya que desde 1985 han competido más de 100 partidos políticos: un auténtico cementerio de instituciones partidarias. Y lo peor es que, pese a ese elevado número de partidos y de opciones electorales (más de 12 opciones en promedio en cada elección presidencial), la tendencia de todos los gobernantes es que empiezan con una alta expectativa y finalizan con una muy baja aprobación ciudadana (ciclo esperanza-decepción).
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¿Cómo explicar esa paradoja de un sistema de partidos en crisis, con una afluencia de ciudadanos que ejercen su voto de forma cada vez más nutrida? ¿Qué motiva al ciudadano a seguir validando un sistema que es poco representativo y altamente volátil e inestable como el guatemalteco?
Para empezar a teorizar sobre el asunto, hay que decir que, dentro de las muchas clasificaciones posibles del voto, hay una categorización que es interesante: la diferencia entre el voto útil o estratégico y el voto sincero o disciplinado. El primero se produce como resultado de un cálculo político del ciudadano mediante el cual este termina apoyando a un candidato al que en otras circunstancias no apoyaría, lo cual hace para evitar un mal mayor, a un candidato considerado una franca amenaza. El segundo, por el contrario, es el apoyo de un ciudadano a una opción que realmente lo convence, sin importar si tiene verdadera opción de ganar o no. Considerando que la estabilidad partidaria en Guatemala es muy baja —un ciclo de vida menor que los 20 años—, el voto sincero no es el que caracteriza a la democracia guatemalteca, especialmente si se considera que el sistema de balotaje, o de segunda vuelta, obliga al votante a escoger entre dos opciones para conformar mayorías artificiales, basadas en el voto estratégico en un alto porcentaje.
La clave del asunto, según la hipótesis que siempre he manejado, es que lo que moviliza en un buen porcentaje al guatemalteco a votar es el mito del menos peor: en un país altamente polarizado como Guatemala se construyen opciones que espantan tanto a la izquierda como a la derecha, de manera que siempre existe un peligro inminente que hay que evitar. En el proceso electoral, por ejemplo, Zury, Sandra y Thelma, las tres candidatas punteras según las encuestas, ya provocan las pesadillas o esperanzas de numerosos ciudadanos, por lo que el mito del menos peor probablemente seguirá operando en el proceso electoral. (Continuará).
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