Y en Guatemala pareciera que ya nos acostumbramos a que todo vaya al revés. Las noticias diarias así lo indican. De esa cuenta, vemos con indiferencia hechos deleznables como los crímenes que se cometieron en las últimas tres semanas. Sobresalen los fatales atentados en contra de candidatos a alcaldes en Santa Catarina La Tinta y Tiquisate, el infame ataque en contra de una joven pediatra en Zacapa y el homicidio que cobró la vida del director de la Academia de Lenguas Mayas de Jocotán, Chiquimula.
En este maremágnum de sucesos, inimaginables para un país cuyos pobladores nos consideramos mayoritariamente cristianos, hay otros que por no tener una cobertura mediática grande quedan opacados o simplemente son ignorados. Tal es el caso de dos supuestos suicidios infantiles acaecidos en Sololá en el lapso de una semana.
Imagínese usted, estimado lector: niños suicidándose.
En relación con ello, salvo casos de psicosis o de otros trastornos mentales que alteren el sentido de la realidad, el suicidio es, para quienes lo cometen, la última opción que pueden entrever. Coloquialmente, la única salida que, según ellos, les queda. Pregunto entonces cómo es posible que en Guatemala una niña o un niño que no rebasa los 12 años pueda llegar a semejante extremo sin que alguien le preste ayuda.
Una de las respuestas es la indiferencia, esa apatía que nos ha acometido y que nos hace sentir exentos de responsabilidad en cuanto a lo que acaece en nuestra sociedad. Me refiero a la abulia inhumana, cruel y despiadada. Esa apatía de la que bien dijo un amigo de infancia: «Es como una cascada en la cual caímos y no nos dimos cuenta de cuándo ni cómo».
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Yo acoto que esa cascada de la muerte no nació ayer. Comenzó a fluir gota a gota hace muchos años, se convirtió en torrente y llegó hasta nuestros días. Por su capacidad de engaño no nos percatamos de ella. Su basa es la exclusión. De ello explicité en uno de mis ensayos (refiriéndome a toda Latinoamérica): «El estigma colonial de las relaciones económicas, culturales y sociales provocó que estas fueran jerárquicas, con características propias de cada país. Los Estados fueron, después de sus independencias, totalmente racistas y excluyentes. Esta exclusión fue marcada por los procesos de marginación y rezago en la prestación de servicios básicos, desarrollo de capital humano y acceso a los beneficios sociales. La violencia apuntó desde las estructuras estatales a los pobres, los excluidos y los indígenas. Esos condicionamientos limitaron permanentemente la formación de Estados democráticos, y la tarea de estos no fue más allá de perpetuar o reproducir las estructuras de poder teniendo como características la explotación de los indígenas y su exclusión, así como la de mestizos empobrecidos» [1].
Y los corolarios de semejante vorágine los tenemos a ojos vistas: la enorme migración hacia el norte de América y la desesperación extrema que lleva al suicidio. Su causa y entorno, la pobreza extrema.
Por favor, no nos equivoquemos. No se trata de ideologías. La pobreza ha sido perenne en el bloque latinoamericano y proviene de la riqueza desigualmente distribuida, así como del casi nulo acceso a la educación de las masas poblacionales. Es decir, Guatemala al revés, en vía contraria al orden lógico del desarrollo.
¿Podemos escaparnos de esa caída provocada por el terrible desnivel socioeconómico que la provoca? Yo creo que sí. Aprender a elegir a las mejores personas para que nos gobiernen es una de las puertas de escape. Solo así comenzaremos a dejar de ser una Guatemala al revés. La oportunidad la tenemos a corto plazo.
* * *
[1] Guerrero, Juan J. (2005). La canción protesta latinoamericana y la teología de la liberación. Estudio de género musical y análisis de vínculo sociopolítico y religioso. Años 1968-2000. Venezuela: Monte Ávila Editores Latinoamericana.
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