Mientras las luces de colores estallan en el cielo y el frío empieza a hacerse presente, pareciera como si en estos días la realidad abrumadora de siempre se disipara. Algunos están más proclives para perdonar y pedir perdón, otros seguirán empecinados en sus odios y sus traiciones para hacerse un poco más visibles en medio de su infelicidad.
Lo cierto es que mientras la ilusión de paz y amor perdure en nuestros corazones y el bolsillo de los ciudadanos de a pie siga adelgazando, mientras el de los dueños de las tarjetas de crédito siga engordando, vivimos la falsa idea de bonanza y bienestar de la que el duro enero no tardará en sacarnos.
También, mientras tanto, sigue acrecentándose la cruda realidad: Guatemala se encuentra en el puesto 133 del índice de desarrollo humano a nivel mundial y solo por encima de Haití con respecto a los países latinoamericanos. Es decir, si bien la esperanza de vida ronda los 71 años, no hay un sistema de salud eficiente que permita vivirlos de manera, valga la redundancia, saludable. La educación sigue estando mal y el ingreso per cápita, peor. Países como la criticada Cuba están más del doble por encima de nosotros, así como el resto de países centroamericanos, que nos superan.
Y la pregunta del millón es, ¿qué hace el gobierno, qué hace la iniciativa privada y qué hacemos nosotros mismos para mejorar esta situación?
Con una falsa generalización podría decir que nada. Sin embargo, si quitamos al gobierno de turno que como vemos no tiene ni siquiera la buena voluntad de hacer algo realmente efectivo en algún área (al menos yo no logro visualizarla), si vemos lo que la iniciativa privada hace, que es menos de lo que hace el gobierno porque no tiene tampoco la intención de aportar cuestiones significativas para la población a través de una mejor política salarial y de prestaciones, digamos, poco o casi nada podemos hacer quienes no formamos parte fundamental ni de una ni de otra. Visto así, el panorama es más bien desolador.
Y también visto así, además, son más evidentes las contradicciones. Se gastan millones, por ejemplo, en apoyar campañas para fomentar los “valores”. Pero la publicidad va encaminada a que el ciudadano de a pie, que en su mayoría cumple con esos valores, “supuestamente” se concientice más. ¿Y qué hay de los altos funcionarios del gobierno, de los políticos, de la policía, de los dueños de las empresas? ¿Qué campaña los concientiza a ellos? ¿Valdría la pena gastar millones en ello?
En fin, que si las cosas siguen así, sólo nos restará en el próximo informe de desarrollo humano ser compañeros de Haití, o fácilmente superarlo y quedar en último lugar.
Pero eso será después. Por el momento no nos preocupemos y sigamos gastando.
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