En ese muy particular sentido de lo posible es como debe leerse la preocupación por el mensaje que nos dejan los Diálogos. Porque, si bien es cierto que en el último diálogo el Maestro ha resuelto el problema en torno a la trascendencia, es hasta dicho momento cuando la preocupación resulta ser la inmortalidad del alma. Antes de dicho momento, en los diálogos anteriores, lo concerniente al ámbito de lo posible no es sino el problema de la justicia reflejado en el acto de ejecutar el poder. Ha sido Trasímaco, al responder «φημὶ γὰρ ἐγὼ εἰ̂ναι τὸ δίκαιον οὐκ ἄλλο τι ἢ τὸ του̂ κρείττονος συμφέρον» (‘yo digo que la justicia no es sino la ventaja del más fuerte’), quien inmortalizará mejor que nadie el reclamo ante la injusticia.
La misma esencia de argumento se puede hallar en el Áyax de Sófocles. En el último acto de esta tragedia, recordemos, hay una discusión sobre qué hacer con el cadáver de Áyax. Su hermanastro Teucro tiene el noble deseo de sepultarlo a pesar de que Menelao y Agamenón han decretado lo opuesto. En el mundo de las tragedias griegas, la traición se castiga prohibiendo las honras fúnebres, desproveyendo al difunto de un lugar de recordación. El cadáver debía ser devorado por los perros callejeros. Así pues, el culto político que empezaba con el culto a los muertos no podía tener lugar y el difunto se transformaría en un daimón.
Odiseo habrá de sugerir un poco de clemencia argumentando que, aunque sea posible para el fuerte actuar de forma brutal, puede también escoger actuar con base en la misericordia. En Antígona, la trama es un tanto parecida en relación con el deber de las honras funerarias. Suele tomarse el acto de rebeldía cometido por Antígona cómo un manifiesto de rebeldía feminista de marca Grecia antigua. Y quizá lo sea. Hasta que hacemos énfasis en el canto de Antígona sobre antropos (el ser humano): «Πολλὰ τὰ δεινὰ κοὐδὲν ἀνθρώπου δεινότερον πέλει· τοῦτο καὶ πολιοῦ πέραν πόντου χειμερίῳ νότῳ χωρεῖ͵ περιβρυχίοισιν περῶν ὑπ΄ οἴδμασιν͵ θεῶν τε τὰν ὑπερτάταν͵ Γᾶν ἄφθιτον͵ ἀκαμάταν͵ ἀποτρύεται͵ ἰλλομένων ἀρότρων ἔτος εἰς ἔτος͵ ἱππείῳ γένει πολεύων»[1].
Esta misma admiración por las virtudes de la ciudadanía con relación a respetar las leyes de la ciudad (una ciudadanía de la cual la misma Antígona no sería recipiendaria, dicho sea de paso) aparece en las postreras palabras de Sócrates respecto al imperativo de respetar las leyes aunque estas no nos favorezcan.
Por eso es que, en la contemplación de cómo antiguos y modernos llevan eso de enfrentarse a los giros oscuros del poder, es necesario reconocer que, en tanto modernos, tenemos muy poco de griegos. La ciudadanía moderna en las democracias liberales estipula la posibilidad del disenso, y no solo la del disenso, sino una desambiguación frente al espectro de eso que llamamos lo político.
¿Reconstruir lo político? Todo depende de qué signifique lo político.
De esto, en la siguiente entrega.
[1] «Muchas cosas hay portentosas, pero ninguna tan portentosa como el hombre. Él, que ayudado por el noto tempestuoso llega hasta el otro extremo de la espumosa mar, atravesándola a pesar de las olas que rugen, descomunales. Él, que fatiga la sublimísima divina tierra, inconsumible, inagotable, con el ir y venir del arado, año tras año, recorriéndola con sus mulas…». Antígona, Sófocles.
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