Trata sobre los intentos de varias organizaciones de derechos humanos (con el apoyo de aliados, como la documentalista Pamela Yates), de abrir un proceso judicial a Efraín Ríos Montt por su supuesta implicación en crímenes de lesa humanidad durante el conflicto armado.
Como recordaremos, debido a las condicionantes políticas imperantes en los años de la Firma de la Paz, nuestra comisión de la verdad se quedó limitada en su mandato en cuanto a que su trabajo evidenció las atrocidades de la guerra y se revelaron las causas del conflicto armado, pero no se proporcionaron los mecanismos legales para llevar a juicio a los responsables de los crímenes contra civiles (como sí lo hizo la comisión de la verdad en Perú, por ejemplo). A finales de 1996, unos cuantos días antes de la Firma de la Paz, se promulgó la Ley de Reconciliación Nacional, y con ella se otorgaba una amnistía para ambas partes involucradas en el conflicto. Los informes de la verdad básicamente dejaron en la ciudadanía la monumental tarea de la reconciliación, investigación y sanción de los delitos de lesa humanidad, y la de reconstruir y consolidar sus instituciones, entre ellas el sistema de justicia.
La reciente elección del general retirado Otto Pérez a la primera magistratura del país ha revivido los debates sobre la búsqueda de la justicia, la reparación y la reconciliación nacional. En pos del pragmatismo y maniatados por una supuesta muerte de las ideologías, algunos formadores de opinión pública guatemaltecos parecieran coincidir con que hay que dar vuelta al capítulo y no ver distinciones ideológicas ni motivaciones del pasado, sino ser pragmático y ver hacia el futuro, aunque muchos de los lastres estructurales del país estén casi intactos, incluyendo el tortuoso camino de encontrar justicia por crímenes acontecidos hace varias décadas. Granito es un documental que explica por qué la búsqueda de la justicia es importante, aunque la lucha contra la impunidad todavía incomode a muchos que quisieran ignorar o no vivieron de cerca las atrocidades cometidas contra las poblaciones rurales indígenas.
Y es que restar importancia a los procesos judiciales por violaciones a derechos humanos es como el silencio alrededor de una mujer que repetidamente es víctima de abuso doméstico. Es como tratar de tapar el Sol con un dedo y pretender que todo marcha bien cuando el hogar es un infierno y las víctimas colaterales son por lo general los hijos. Y algunos de los argumentos centrales de codependencia o sobrevivencia de las víctimas es decir que mejor se queden así las cosas, por los hijos. Y que el agresor va a cambiar, que hay que ser pacientes, resignarse. Por lo general, todo parece perfecto y ni indicios hay de que las mujeres estén incluso en riesgo de ser asesinadas por su marido (como el caso Siekavizza). Pero, claro, en una sociedad conservadora, hay que guardar las apariencias, en lugar de romper el silencio.
Igual me parece el caso de la reconciliación nacional: se dio una amnistía, se trataron de edificar instituciones y políticas para la posguerra, se empezaron a sentar los actores de la guerra en la misma mesa, se iniciaron procesos de diálogo, y a 15 años de firmada la paz todo pareciera andar bien en la superficie, pero ¿qué del resto de la sociedad, de las comunidades y las víctimas que todavía no han podido esclarecer estos hechos por la vía legal? ¿Se podrá seguir negando, ocultando o posponiendo la búsqueda de justicia para las víctimas de uno de los conflictos más atroces en la historia de la humanidad? ¿Podemos como sociedad seguir dándonos el lujo de convivir con la impunidad?
De allí que está en nuestras manos esa gran y ardua tarea pendiente de apoyar la lucha contra la impunidad. Lucha que está dando sus primeros frutos, como las recientes condenas a militares por los casos de la comunidad Dos Erres o la aldea Plan de Sánchez. Granito a granito.
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