En el tema de la Reforma del Estado, todo el mundo está de acuerdo con que no llegamos muy lejos con la institucionalidad actual, pero hasta ahí llega el acuerdo: ¿Qué exactamente hay que reformar?, ¿Dónde empezamos y dónde terminamos?, ¿Qué propuesta tomamos de base? ¿Cómo dividimos los temas más relevantes?, son algunas de las interminables preguntas que surgen cuando se evoca el concepto de Reforma del Estado.
En primer término, usualmente se discute la Reforma como un sinónimo de Modernización del Estado; el primero tiene un componente político explícito, mientras el segundo es más de carácter técnico y procedimental, pero en la realidad ambas dimensiones se confunden intermitentemente.
¿Qué debemos reformar y cómo hacerlo?, es quizá el problema fundamental. La respuesta varía conforme el interés y el conocimiento del interlocutor; de hecho, cuando empecé a trabajar en el tema electoral y de la democracia, el concepto estaba muy ligado al tipo de régimen político –Presidencial o Semi-Presidencial–, al grado de representatividad que acepta y la forma en que se organizan los Partidos Políticos y los Procesos electorales –lo que Giovanni Sartori llamó “ingeniería constitucional”.
Más recientemente, ahora que me he acercado al tema de la administración pública, el concepto “Reforma del Estado” tiene que ver más con la tensión entre el denominado “Paradigma Burocrático” y su migración hacia los modelos neogerenciales o posburocráticos, llamados “Nueva Gestión Pública” (NGP), el último de los cuales fue adoptado por el actual Gobierno: La Gestión para Resultados; aquí se abre un abanico de temas tan relevantes como la gestión del recurso humano (el Servicio Civil de Carrera), la evaluación del desempeño, el Presupuesto por Resultados, los sistemas de información, seguimiento y monitoreo que sirven para la toma de decisiones, los criterios para determinar calidad del gasto público, la transparencia, y muchos otros temas más.
En la mente del ciudadano, sin embargo, el concepto alude a otro gran tema: la capacidad efectiva que tienen las instituciones de resolver sus problemas y de generar mecanismos de protección, vigilancia y asistencia social: las encuestas de opinión tales como el Latinobarómetro, traducen esta preocupación práctica del ciudadano en otro concepto, igualmente polísemico: el grado de la legitimidad del gobierno y de sus instituciones.
Finalmente, Reforma del Estado significa la dimensión identitaria y de conformación de un espacio llamado “Nación”, algo que en Guatemala nunca se terminó de consolidar; justo por ello, Reforma del Estado alude igualmente a la sistemática discriminación y racismo que sufren los pueblos indígenas en Guatemala, y a la necesaria reconstrucción de la institucionalidad con mayor pertinencia étnica.
En síntesis, demasiadas dimensiones y problemas para un mismo concepto: justo por ello, todo el mundo habla de Reformar y refundar al Estado, pero en la práctica, nadie sabe a ciencia cierta qué significa tal cosa.
Los economistas Daren Acemoglú y James Robinson plantean este mismo debate en una dicotomía simple, pero muy profunda a la vez: el grado de desarrollo y progreso de un país, está directamente relacionado con el tipo de institución que se ha construido: una institucionalidad incluyente lleva al progreso y la prosperidad; una institucionalidad excluyente lleva, por el contrario, al subdesarrollo y el empobrecimiento.
Continuará.
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