Nacional e internacionalmente, el gobierno de Alejandro Giammattei y la gestión de Consuelo Porras al frente del Ministerio Público han registrado una caída en picada en términos de credibilidad y de legitimidad. Los mensajes reiterados de las autoridades estadounidenses son contundentes: no confían en Porras y, con ello, indirectamente, tampoco en Giammattei. La carta abierta que el doctor Erwin Asturias le dirigió a Giammattei, además de sumarse a las exigencias de su renuncia, sintetiza con mucha claridad la imagen del mandatario en el exterior: la de un hombre enajenado y ebrio de poder que menosprecia la voz de sus electores y de su pueblo.
El caso de Porras es motivo de vergüenza ajena. Hace el ridículo al insistir en su verborrea leguleya, torpe y carente de contenido, ahora explicada por el hecho de que obtuvo sus grados académicos a base de fraude académico y de mediocridad. Hoy su mejor escenario es que Giammattei la use de fusible político, que la queme para reducir un poco la tensión creciente o por lo menos frenarla. Porque, además de los mafiosos de la Fundación contra el Terrorismo, quienes ostentan su inclusión en la lista Engel como si fueran medallas, y un grupito de arrastrados, de oportunistas, de anticomunistas trasnochados, de fanáticos religiosos y de nacionalistas exaltados, ¿quién más creerá o apoyará a Consuelo Porras?
En una democracia funcional y madura, con gobernantes que son estadistas y con poderes legislativos que son representantes auténticos de la ciudadanía, Giammattei ya habría activado los procedimientos que establece la ley para la destitución de Porras. Y sí él mismo no quiere renunciar, ya habría convocado a integrar un gobierno plural y ya habría recompuesto su gabinete con ministros provenientes de un grupo diverso de fuerzas políticas. También habría retomado los acercamientos con su vicepresidente, al cual ya le habría cedido una cuota importante de poder. Un estadista entendería que, en la posición en la que hoy está Giammattei, lo sabio y estratégico para mantenerse en el poder legítimo es ceder poder. La actual junta directiva del Congreso ya habría renunciado y convocado a elegir a una junta transitoria para darle credibilidad a la elección de la nueva directiva, que asumiría en enero próximo. Y así, al ceder una cuota de poder, recuperaría algo de legitimidad y mantendría sus curules.
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Pero no. En la Guatemala de hoy estas medidas suenan imposibles, si no ridículamente idealistas o como chistes de mal gusto. Ante cada cuestionamiento, Giammattei, aunque visiblemente preocupado y hasta asustado, adopta una actitud desafiante al descalificar e insultar a sus críticos y a la ciudadanía manifestante. Sus mensajes políticos no tienen ni un asomo de acercamiento o de diálogo, menos de conciliación. Se usan los espacios de gobierno abierto o de participación ciudadana para hacer pantomimas o descarados actos de propaganda mentirosa y demagógica.
La junta directiva y la alianza oficialista enquistada en el Congreso hacen gala de indiferencia ante la crisis política con comentarios y acciones cada vez más torpes, como ordenar la agenda legislativa dándoles prioridad a iniciativas de ley de interés de los grupos religiosos que apoyan al presidente o a una agenda regresiva, contraria a los derechos humanos o a la democracia. Reducida a vergüenza nacional, Consuelo Porras se limita a seguir la línea de actitud desafiante de Giammattei, pero con una torpeza sin precedentes.
La actitud desafiante de Giammattei y de Porras constituye una demostración enorme de menosprecio a la legitimidad como condición para gobernar. Una declaración a gritos de que lo que piense y diga la ciudadanía no les importa. De que el de ellos es un gobierno aferrado al poder a fuerza de legalidad postiza, y no de legitimidad.
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