Años más tarde habría de ser elevado al episcopado, y su vida fue signada por dos acontecimientos mayúsculos. A nivel eclesiástico, los —para entonces— inimaginables cambios provocados por el Concilio Vaticano II. Y a nivel secular, la guerra interna que desangró a Guatemala durante 36 largos años.
Fue precisamente en el contexto de los devenires políticos de la época en el cual llegó a Izabal en condición de administrador apostólico. La guerra había alcanzado ciertos entornos sacristía adentro. Y muy buen tino tuvo el papa Paulo VI cuando dispuso llevarlo a la diócesis de Verapaz para dar continuidad al trabajo que había iniciado el obispo Juan Gerardi Conedera. Así, tomó posesión como titular el 17 de diciembre de 1977.
Ya en aquel vasto territorio, de poco más de 12 000 kilómetros cuadrados, se encontró en una ventolera donde confluían y se afrontaban sectores fundamentalistas, algunas categorías minoritarias cuyo estandarte era el escepticismo y los dogmáticos reaccionarios. A la sazón, su propuesta —para abordar tan dificultosos contextos— fue una iglesia con tres novedosas vertientes: autóctona, en marcha y profética.
Desde la vertiente profética se constituyó don Gerardo Humberto Flores Reyes en la voz de los sin voz. Y así salvó muchísimas vidas a costa del riesgo de la propia. Me refiero a su humana labor en la vorágine de ese experimento bélico que sufrimos los guatemaltecos durante el cual las superpotencias pusieron el dinero y las máquinas de hacer muerte, diseñaron estrategias de insurgencia y contrainsurgencia (para que nos sonáramos el moco, dijo un patojo). Y nosotros, el pueblo, pusimos el terreno para los pugilatos, los combatientes de uno y otro lado, los heridos, los muertos, las viudas y los huérfanos.
Aún recuerdo el Viernes Santo de 1978. En Cobán acostumbraban a crucificar la imagen del Señor ciertos personajes que se consideraban impolutos y merecedores —por mérito propio— del mismísimo Reino de Dios. No se asumían de los llamados, sino de los escogidos. Y el pueblo-pueblo, durante el acto, tenía que situarse muy atrás del presbiterio. Era la época cuando las bancas de la catedral de Cobán tenían dueño. Ese día, ese Viernes Santo, don Gerardo marcó —desde su sermón— el nuevo derrotero de la iglesia de Verapaz: la opción preferencial por los pobres, el anuncio del Reino para los sencillos y de la liberación de los oprimidos.
A decir vedad, yo, que estaba cerca de él, pensé que saldríamos de la catedral con cinco ombligos de más. A los escogidos, esa doctrina nunca oída por ellos les cayó como el sermón de Montesinos a los habitantes de la isla La Española el cuarto Domingo de Adviento del año 1511. ¿Qué había sucedido? Pues, simple y llanamente, la doctrina social de la Iglesia, como una traducción del Concilio Vaticano II para América Latina, había irrumpido en nuestra región.
Los crucificadores, algunos sectores que tenían cierta cuota de poder sociopolítico, y los muñecos de ventrílocuo de los más rancios estamentos conservadores se consideraron acometidos. Poco tiempo después le habían endosado el mote de obispo comunista u obispo rojo. Y de inmediato quedó en la mira de quienes imponían la cultura del terror y la muerte en el territorio. Así era de estresante su ministerio.
Pero el bien prevaleció. Y así, el recién pasado viernes 7 de octubre se realizó con mucho gozo la celebración de su 50 aniversario de consagración episcopal. Ya con 91 años de edad.
A guisa de colofón cito el primer párrafo del epílogo de mi novela Tohil, publicada en Venezuela en 2009. Es el preludio de la narración de la ordenación episcopal de un obispo acaecida en Cobán. Don Gerardo Flores es precisamente el ministro consagrante. Y pareciera una visión —ocurrida siete años atrás— de lo sucedido el viernes próximo anterior. Hasta en la escogencia del lugar de las celebraciones. Del epílogo de Tohil:
Las cuadras cercanas al gimnasio del Instituto Nacional de la Juventud, en Cobán, estaban flanqueadas por cientos de personas de toda clase y condición social […] La consistente fortaleza católica de los verapacenses provenía sin duda de los primeros apóstoles. De todas las aldeas y pueblos de Alta y Baja Verapaz, cuyos territorios conformaban la diócesis, llegaron q’eqchíes, poqomchíes y achíes. Persecuciones y ominosos secuestros, bombardeos y demás maniobras contrainsurgentes como la ingrata tierra arrasada, torturas y asesinatos solamente sirvieron como abono para que el ideal de una sociedad más justa, equitativa y cristiana resurgiera con ímpetu inderruible alimentado por la sangre de los mártires y los inocentes…
Así lo anuncié en el año 2009. Así sucedió el viernes 7 de octubre de 2016.
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