La historia está plagada de listas conceptuales que reflejan esta situación: la participación en la Plaza Pública constituía un derecho exclusivo de los iguales, es decir, los ciudadanos; el sistema de juzgados de la Grecia clásica se componía de una sumatoria de hombres libres que debían decidir sobre el destino de un par, escuchando también a la masa de ciudadanos que desde el foro gritaba a viva voz la culpabilidad o inocencia del acusado; el ingreso al Templo de Jerusalem delimitaba el acceso hasta donde los gentiles podrían adentrarse, so pena de muerte de introducirse al recinto donde los hijos del pacto tenían el derecho de hacer ofrendas.
Y cuando no resulta posible limitar la cooperación con los iguales, entonces resulta normal iniciar un proceso conceptual que claramente distinga a los diferentes grupos, a decir, el bando de los iguales y el bando de los desiguales. Ius gentium y ius civitas componen una primera forma de poner en escrito las diferenciaciones entre los hombres; el cumplimiento de los 613 mandamientos de la Ley Mosaica aplica únicamente para el hijo del pacto circuncidado mientras que el gentil debe limitarse a cumplir con los mandamientos post-diluvio otorgados a Noé. Hoy en día, la misma legislación migratoria estadounidense hace una interesante clasificación entre los conceptos de legal alien e ilegal alien. A final de cuentas todos, alien, un extraño, un alienado. Podrá ser legal, pero es, a final de cuentas, un extraño.
Esta simple noción de necesaria pertenencia a un grupo de gcu (gente cómo uno) se complementa también con el desarrollo de la seudodisciplina de la frenología. Desarrollada por el médico alemán Franz Jospeh Gall (alemán, para variar….), intenta mostrar cómo a partir de la forma, protuberancias y huecos del cráneo del sujeto resulta posible determinar su proclividad al acto delictivo o a las hazañas heroicas. De tal suerte que sujetos cómo Napoléon y Garibaldi compartirían estructuras craneales similares y, por lo tanto, podrían encontrarse las mismas en grupos humanos concretos. La mayor expresión de estas tesis racistas (recalco lo del fundador alemán) aparece con el metarelato de una raza blanca, de práctica protestante con una inclinación natural a la acumulación del capital frente a los grupos latinos, de práctica católica y con una natural tendencia al autoritarismo. Para cerrar este párrafo, vale la pena dejar claro que no resulta ahora extraña la fascinación de la derecha guatemalteca por los conceptos políticos y económicos producidos en el mundo británico.
Este juego de instrumentos conceptuales resulta muy interesante cuando se reflejan en el estudio etnográfico del crimen organizado. Durante los primeros 40 años de la década del pasado siglo XX, la mafia italoamericana se componía fundamentalmente de bandas aisladas de sicilianos, calabreses y napolitanos quienes luego de 1948 fueron organizados en un esquema administrativo que permitiera generar eficiencia en los procesos. La mafia italiana en Estados Unidos adquirió un esquema funcional similar al de cualquier empresa corporativa: membresía y junta de directores. Siendo así las cosas, los hijos de los iletrados inmigrantes del mezzogiorno fueron capaces de apoderarse del negocio de la construcción en toda la costa este, del control de los sindicatos, del mercado de las apuestas deportivas, la construcción de Las Vegas y el negocio de la recolección de la basura en las mayores ciudades de la costa este. Para el público anglosajón, aceptar el éxito económico de este grupo latino y además de práctica religiosa no protestante resultó muy simple, pues al final de cuentas eran también europeos en su origen. Para la Cosa Nostra la situación era muy clara: gente como nosotros, los italianos, un grupo criminal con un profundo sentimiento de lealtad al proyecto americano completamente diferente al sentimiento de los grupos arribistas, dígase en concreto, mexicanos, colombianos, rusos, etc.
El narcotráfico mexicano tiene historias similares. La primera generación de narcotraficantes en México corresponde a los grandes jefes sinaloenses y, en su defecto, a sujetos oriundos del norte mexicano. Latitud que resulta bastante blanca frente al centro sur del país. Sujetos como Félix Gallardo, Joaquín Guzmán Loera, Ignacio Coronel, Ismael Zambada (los líderes históricos de la llamada Federación) son sinaloenses y, además, blancos. Blanco es también Osiel Cárdenas Guillén, tamaulipeco fundador del Cartel del Golfo. Vicente Carillo Fuentes, el otrora Señor de los Cielos y apodado también el Jefe de Jefes fundador del Cartel de Juárez, era también blanco y de profunda barba. Blancos eran también Arturo Beltrán y su hermano Héctor, así como Eduardo Villareal, quienes conformaron el Cartel de los Beltrán-Leyva. Los hermanos Arellano Félix, fundadores del hoy desaparecido Cartel de Tijuana, no solamente eran blancos, sino además rubios. Durante la época de oro de la mafia mexicana, el manejo de la empresa, la conducción del negocio, era cuestión de gente como uno (no lo digo por mí, aclaro) y en esencia una cuestión de blancos norteños, raza de trabajo duro, derecha en los negocios chuecos y capaz de moderar inteligentemente el uso de la violencia para que no afecte el business. Resulta, entonces, que la maldad no es negra, sino blanca.
Por ello, la aparición de grupos criminales cómo los Zetas resulta interesante no solamente en términos de la modificación de los códigos simbólicos de una expresión cultural que tenía más de 40 años en un mismo esquema; resulta interesante puesto que los Zetas son una forma de darle movilidad social a los mestizos e indígenas dentro del negocio del narcotráfico. Se dice que los mafiosos sinaloenses detestan los grados de violencia que el grupo de los zetas le ha impregnado al negocio. Dentro de otras cosas, creo que detestan la violencia y el color. Resulta que también la mafia es racista.
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