El nombre (nombres y apellidos) de una persona es parte esencial de su identidad. Cada nombre está compuesto por apellidos que representan historias familiares que nos dieron vida y para bien o para mal, son parte de nuestra existencia y realidad, son historias que nos hacen ser quienes somos. El hecho que una mujer cambie su nombre y adopte el de alguien más, no deja de ser una pérdida de una cuota de su propia identidad y una renuncia a una parte de su historia. En muchos casos, la mujer deja de ser referida como ella misma, como el ser humano que es, y pasa a ser la “Señora de Pérez”, es decir, no es alguien en sí misma sino es alguien en función de alguien más –su esposo.
Pensé que al pasar el tiempo, las nuevas generaciones de parejas cambiarían esto, pero sigo viendo muchas mujeres jóvenes que sustituyen su apellido por el de su esposo o bien, lo agregan al/los suyo/s.
Para algunas personas, el que la mujer decida ponerse el apellido de su esposo es una “muestra de amor”, de “entrega” y “compromiso” con él (muy en sintonía con toda la idea del amor romántico, ése que dura “para siempre”), es una demostración social y pública que queda grabada por siempre en el registro civil (y en Facebook). ¿Por qué ellos no tienen que dar esa muestra de amor? Y luego, ¿qué pasa si se divorcian? Nuevamente la mujer tendrá que perder la mitad de su nombre y volver a cambiar su identidad. Otras mujeres hacen este cambio por conseguir un estatus (mejor si el apellido es de origen extranjero) y otras simplemente lo hacen automáticamente como un paso que se debe dar al casarse.
Este tipo de hechos pasan inadvertidos y para muchos esto es normal, carece de trascendencia y sólo es algo de forma. Creo que muchas situaciones han sido vistas como normales en la historia -hasta que se comienza a reflexionar su significado de fondo y a cuestionarlas-, tal y como fue visto normal que las mujeres e indígenas no votaran hace no mucho tiempo.
Recuerdo que cuando era adolescente le dije a un novio que si me casara, no usaría el apellido de casada y él se enojó. Dijo que entonces no me estaría “dando a respetar” porque cualquier hombre se me podría acercar porque no sabría que yo ya estaría casada, es decir, que ya sería propiedad de otro hombre. Ciertamente es una marca (como se marca al ganado o antes se marcaba la propiedad de los esclavos) del hombre impresa en la mujer, en papeles, en la vida social y virtual.
Entiendo que no es intencional por parte de los hombres sentirse dueños de sus esposas (al menos no así de explícito) ni lo de ellas sentirse propiedad de ellos, pero lo que sí creo es que es importante visualizar este tipo de hechos simbólicos que reflejan el pensamiento dominante como producto del sistema patriarcal. Hay cosas que están cambiando y tenemos que hacer que sucedan.
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