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“Fue querer practicar la democracia y al mismo tiempo practicar la guerra”

La crítica que yo hago es que la guerrilla se pasó años metida en la selva tratando de incorporar al indígena no como campesino, sino como indígena.
Empezar una guerra que no se puede ganar, que no tiene certezas mínimas para triunfar, constituye además un crimen.
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“Fue querer practicar la democracia y al mismo tiempo practicar la guerra”

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En Centroamérica hubo una victoria, un empate y un impasse. Una Revolución (Nicaragua) e intentos revolucionarios (El Salvador y Guatemala). Estos últimos no del todo exitosos ni fracasados, pues como advierte el sociólogo e investigador, Edelberto Torres-Rivas, “ya no es válido el dictum de Kissinger: ‘guerrilla que no pierde, gana; y ejército que no gana, pierde’”. Hubo, sí, como Torres-Rivas analiza en su último libro, Revoluciones sin cambios revolucionarios, escenarios de profundidad: circunstancias, actores, detonantes y, desde luego, el meollo particular de la lucha por la democracia.

Con voz cansada que confía antes en lo ya escrito que en lo nuevo que pueda o tenga que decir, Edelberto Torres-Rivas propone mejor una entrevista directa a su libro y no ya con el autor. Se intenta, no obstante, que los cinco capítulos de su libro conformen un hilo conductor, una guía, reforzada con sus palabras y refuerzo su talante desgastado. “No es una investigación en el sentido empírico de búsqueda de datos, sino una ordenación e interpretación de relatos, cifras y datos que otros investigadores recogieron o produjeron”, dice, y agrega que también: “hay críticas, además, provocadoras, que poco van a gustar”.

De igual manera, hay aportes.

Este último trabajo de Torres-Rivas es un tándem entre historia y sociología. Entre contextos específicos y análisis pertinentes. Una reflexión, un intento de desenmarañar lo que aconteció y cómo. Qué actores, poderes e ideologías se mantuvieron en pugna. Intentos revolucionarios, en principio muy parecidos pero en definitiva con resultados distintos. “La idea central es de doble faz, la necesidad de revolución y la imposibilidad de realizarla”, aterriza el autor.

Es entonces una historia de elites, militares, proletariado, campesinos, iglesia, alrededor de un Estado a veces fuerte y otras, débil, con rasgos terroristas, así como la narración del ubicuo pero subrepticio interés de los norteamericanos por el control de la región en plan anticomunista.

Si hay que plantar inicio, Edelberto Torres se remonta al primer concepto del Estado centroamericano, el cafetalero, finquero y terrateniente, liberal, que de 1871 a 1930, comenta, era “una agricultura de exportación, con algunos rasgos capitalistas (industrializado) y otros pre-capitalistas (colonial)”. Es decir, era dos cosas a la vez.

¿Es así como las elites van comprendiendo el Estado, su herencia, su capacidad reaccionaria?

–La oligarquía es el resultado de una contradicción doble. Apoyaba formas económicas precapitalistas que le daban atraso, y también modelos capitalistas que le dejaban competir en el exterior. Llamarla ya oligarquía era una forma de gobernar. Un estilo de vida además. Las elites han tenido una comprensión sistemática sobre el Estado, siempre.

¿Pero las primeras exigencias democráticas al menos les impusieron una prueba?

–Las vieron, ciertamente, como una amenaza total al sistema político que conocían. Superando el estancamiento provocado por la crisis económica mundial, periodo posterior a 1945, empezó la crisis política del orden oligárquico liberal. Profunda porque el desafío surgió desde abajo y desde afuera. Las masas populares derribaron las dictaduras militares en El Salvador y en Guatemala (1944). En Nicaragua, el descontento social se expresó en el primer desafío del Partido Conservador contra el régimen de Somoza (1945).

 

Por eso, en el orden de las cosas, este libro halla necesidad en detenerse, meditar y establecer pausas sobre este acontecimiento histórico y otros. Se trata, en primera instancia, de lo que siguió a las revoluciones de 1944 de Centroamérica, estas revoluciones que el analista ubica como “proyectos nacionales populares” y que fueron derrotadas. “Fueron la estructura agraria, la finca y las relaciones pre capitalistas las que lo impidieron”, argumenta.

De ello, de esa década entre 1944-1954, al menos quedarían remanentes de democracia. Como señala enérgico el autor, “no se produjo una abierta restauración del pasado liberal-oligarca en su expresión más negativa, un regreso al ubiquismo. Varios rasgos del cambio reformista se mantuvieron, a tono con como se operaba en toda Centroamérica. Las raíces de la nueva crisis revolucionaria, no obstante, se ubicaron ahí”.

DE LO LIBERAL A LO DESARROLLISTA

Hubo, aún se recuerda, una nueva crisis económica a finales de los sesenta: la deuda externa. Y en Centroamérica tuvo efectos profundos, sociales, ciclos críticos.

Sin embargo, como explica el sociólogo, en los países del istmo, “el ciclo crítico se fortaleció con el crecimiento económico y no con su crisis”. Y como resultado hubo cambios en la estratificación social. Las clases medias emergieron, hubo organización sindical por parte de los obreros y el campesino (ahora sin tierra) se convirtió en un trabajador agrícola transitorio, semiproletariado. “El boom modernizador fue una experiencia nueva del reparto desigual del bienestar”, señala Torres-Rivas. Un contexto al que el investigador añade que “así como a la clase obrera le gusta autodefinirse por sus intereses, a la burguesía no y es siempre desde el exterior que se le califica”.

En la transición del Estado liberal a uno desarrollista, en los años sesenta, ¿fue natural que las “oligarquías” evolucionaran en “burguesías”?

–Aquí nos pasó lo peor que podía suceder en aquel entonces, las mismas familias del sector cafetalero invirtieron en la industria. Cambió así el factor de sus intereses. Industria y agricultura, juntas, alteraron las relaciones y las estructuras sociales. La oligarquía se reafirmó en forma de burguesía y su producción se volvió más sofisticada. En consecuencia se crea un nuevo modelo de Estado. El Estado en Centroamérica empezó a dejar de ser liberal con formas traumáticas y fue desarrollista con dificultades, a medias.

La página 163 literalmente dice: “y apareció el burgués trípode… Esta criatura deforme no podía ser democrática pues retuvo el alma oligárquica y los modales autoritarios, el rostro burgués pero el corazón en la hacienda, amor por lo extranjero, miedos a la movilización popular”. ¿Cómo es/era la existencia de esta burguesía?

–Esta burguesía retrasada perfila mejor su existencia cuando se organiza gremialmente como grupo de interés social, es decir, cuando corporativiza sus intereses frente a los poderes públicos y desde la sociedad. Ejemplos de esta entidad son Fundes en El Salvador, Consejo Superior de la Empresa Privada en Nicaragua (Cosep) en Nicaragua y el Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (Cacif) en Guatemala, poderosas en fuerza corporativa de los intereses reunidos políticamente y altamente sensibles frente a iniciativas fiscales, sociales, laborales que les atañe. La burguesía completa su identidad cuando se defiende como clase y no sólo como gremio, desarrollada con ocasión de las luchas revolucionarias que debieron enfrentar.

En una sección de análisis, el libro plantea una condición interesante para entender las revoluciones en Centroamérica, una diferencia, una distinción entre “luchas de clases” y “luchas nacionales populares”. ¿Por qué?

–La experiencia de Nicaragua es iluminadora porque los sandinistas formaron pueblo, pues su éxito movilizador fue la habilidad para atar una ideología antimperialista, profundamente nacional, como la figura de Sandino, con un sentimiento antidictatorial, representado en la figura de Somoza. La revolución no fue socialista sino democrática-popular. Lo ocurrido en Guatemala fue distinto por la dimensión étnica, que sólo se clarifica después de la derrota. La gran innovación fue el rasgo étnico, que tiene reivindicaciones más nacionales que clasistas, radicales, porque la participación indígena, que se quedó en el comienzo, fue el anuncio prefigurado que aquí ocurriría un cambio profundo. La historia de El Salvador ofrece una cadencia opuesta, el Estado oligárquico fue un poder militar, su sentido de clase se acentuó por su alta concentración familiar, multisectorial; frente a esta elite se desarrolló un movimiento popular que pasó del sindicalismo artesanal y luego del obrero a lo político-militar. El farabundismo no se articuló nunca como una identidad nacional. En Guatemala y El Salvador la lucha fue de clases. En Nicaragua, democrática popular.

¿Cómo entender una “lucha de clases” en el sentido del campesinado guatemalteco cuando se le ubica también como etnia?

–Los indígenas no son clase, son un sector nacional. En la lucha de clases no hay distinción de la etnia. La crítica que yo hago es que la guerrilla se pasó años metida en la selva tratando de incorporar al indígena no como campesino, sino como indígena. Y los dejaron abandonados. El factor para no incluir a este sector no lo he estudiado a profundidad. Pero puede ser por dos motivos: 1) El indígena siempre fue aprehensivo con su cultura, y temeroso de los extraños. Lo que no generó relaciones de confianza. 2) O no plantearon bien las cosas. Para enfrentar al terrateniente hay que entenderse como campesino y no como indígena. Pero no vale la pena. No es lo más importante en el libro.

Usted indica que el modelo en Centroamérica fue el de revoluciones urbanas en sociedades rurales.

–La única insurgencia victoriosa, la de Nicaragua, no reprodujo el modelo campo-ciudad de Cuba, los sandinistas pelearon sus éxitos en ciudades del interior y no en la sierra y su tropa de combate era esencialmente urbana. El recorrido de la insurgencia salvadoreña y guatemalteca fue heteróclito y ambiguo. ORPA tenía un 90 por ciento de campesinos indígenas en sus filas pero ninguno en la comandancia; su dirigencia elaboró propuesta en torno a la discriminación racial.

Se crítica, también, la cuestión ideológica de la guerrilla.

–Al plantear una ideología socialista como principio de la lucha, la guerrilla se cerró. Más de 20 países en Latinoamérica quisieron reproducir lo que había sucedido en Cuba. Ninguno se detuvo a analizar, por desinterés, falta de tiempo, o irresponsabilidad, que la revolución cubana no inició anunciando que era socialista. La del “26 de julio” fue esencialmente una lucha antidictatorial que contó con el apoyo, así reconocido, de un amplio frente civil democrático en toda la isla y las simpatías de los norteamericanos. Esa no fue una guerrilla socialista, ni siquiera radical pues sólo después de Playa Girón, julio de 1962, se reconoció así cuando Fidel anunció el carácter socialista del movimiento y del gobierno y meses después, cuando propuso fundar el Partido Comunista. La imitación desde el entusiasmo, la emoción, el sentimiento y la aventura condujo a miles de jóvenes latinoamericanos a diversos ensayos de improvisación suicida.

¿Por lo mismo hay, en el libro, una crítica a la prolongación de la guerra?

–Empezar una guerra que no se puede ganar, que no tiene certezas mínimas para triunfar, constituye además un crimen. Estas aporías suponen el sentimiento o la voluntad frente a la historia, la impaciencia frente a las estructuras, el sujeto enfrentando la sociedad. Es difícil que suceda una situación revolucionaria pues si la crisis previa no existe, la voluntad más audaz se estrella con la realidad de la coyuntura, la impaciencia contra la estructura.

 

Páginas antes y en dos capítulos anteriores, en el contexto de los Estados Desarrollistas de Centroamérica, Edelberto Torres-Rivas también ubica una ideología para los grupos dominantes. “El anticomunismo se convirtió en la excusa para la persecución política, en la época febril de la Guerra Fría. Por esa razón en sociedades agrarias como las centroamericanas fue la ideología de la derecha, de las políticas contrainsurgentes, del terrorismo de Estado”, escribe.

Y sustancialmente, dice el analista que se duda de sus alcances ideológicos por su “elaboración local”, porque el anticomunismo “se movió negando, con un prefijo que no define sino niega una teoría, y no razona para constituir una contra-ideología”

“Fue, sin duda, una gran victoria de la derecha, pues fue la oportunidad ideológica para defenderse de los proyectos revolucionarios”, apunta Torres-Rivas. Y el libro describe, históricamente, que la proclama aglutinó sectores, desde “tirios y troyanos”, ironiza Rivas, hasta ricos y pobres, campesinos y finqueros, “que ganaron más voz que voto y que conformaron un frente contrarrevolucionario mayoritario”.

“El anticomunismo”, dice el autor, “sirvió a las fuerzas de derecha para legitimar primero a las dictaduras militares y luego los momentos terroristas de lo estatal”.

MILITARES Vs. REVOLUCIONES

¿Qué sucede o qué decir del papel del ejército en el poder de ese entonces?

–Hubo un momento, una época específica, en que los militares se dieron cuenta de que no podían seguir actuando como caudillos ni como dictaduras. Si necesitaban ser actores del poder debían cambiar de estrategia, gobernar como institución, como fuerza armada. Establecieron la democracia como estrategia. Y actuaron como cancerberos de la oligarquía.

¿Es esa la “democracia contrarrevolucionaria” que contiene gran parte del contexto en el libro?

–Esta “democracia” fue, digamos, una dictadura militar de nuevo tipo, autoritario, que practicó un pluralismo limitado y una competencia formal, intentando resolver de esa manera dos desafíos de toda política del poder: el problema de la sucesión y el problema de la legalidad a los que todo régimen aspira. El poder autoritario se movió a través de una bien articulada formalidad de gobiernos militares que practicaron elecciones democráticas.

El caso de esta democracias-autoritarias es ejemplificado en Revoluciones sin cambios revolucionarios a través de dos Estados: “Aparece la dictadura institucional del ejército en Guatemala a partir de 1966 y en El Salvador desde 1962; en este país, por momentos, hasta con pretensiones reformistas en el agro”.

Torres-Rivas describe: “En El Salvador fueron gobiernos de los coroneles Julio Adalberto Rivera (1962-67), Fidel Sánchez Hernández (1967-72), Arturo Armando Molina (1972-77) y del general Carlos Humberto Romero (1977-79). En Guatemala fueron los gobiernos de Julio César Méndez Montenegro (1966-70, civil condicionado por el ejército), los generales Caros Arana Osorio (1970-74), Kjell Laugerud García (1974-78) y Romeo Lucas García (1978-82). Estos fueron ocho gobiernos que tardaron 17 años en El Salvador y 16 en Guatemala”.

Buscaron, en primer lugar, legalidad y legitimidad, “con constituciones que no respetaban”. Gobernar desde la institución militar, “constituyeron el fin del caudillaje militar”. Y en cada elección el ganador estaba predeterminado, “casi todos con procesos electorales abiertamente fraudulentos y escandalosos”. Y cada uno contaba con el respaldo de las oligarquías, “pluralismo cooptado por las elites”.

Luego, estos regímenes entraron en crisis…

Rivas dice: “La expresión eminente fue querer practicar la democracia y al mismo tiempo practicar la guerra”.

Es decir, los militares no puedieron administrar la democracia.

–En definitiva no. Quisieron gobernar semidemocráticamente pero no toleraban la oposición. No eran una democracia completa. Los fraudes electorales de Guatemala deben entenderse como oportunidades desaprovechadas por las insurgencias. Había descontento generalizado, posible unificación nacional-popular.

¿Por qué la crisis de la cúpula militar con golpes de Estado y por qué la transición hacía regímenes civiles, democracias… “democracias-contrainsurgentes”, como señala el libro?

–Todos estos cambios corresponden al trazado de una nueva política norteamericana en el ámbito internacional donde la Guerra Fría estaba terminando, a una muy cuidadosa estrategia trazada por el imperialismo norteamericano para Centroamérica: golpear al enemigo por la izquierda, abrir el sistema político por el centro, poner orden por la derecha. Los temas de la democracia y la violencia, las tradiciones oligárquicas y el cambio social, la guerra y la paz aparecían imbricados en ese nudo que en su opacidad nadie entendía. Los costos acumulados de la guerra convencieron a las elites de que el precio de la democracia era menor, por lo que superaron sus temores para negociar con la insurgencia.

 

Edelberto Torres-Rivas escribe con énfasis sobre este punto, al margen de los condicionamientos externos, en que los dictados de de Estados Unidos son el alfa y el omega de la política. “Trazaron una política sui generis, militarizar el poder y desmilitarizar el gobierno; dejar en manos de nuevas figuras políticas conservadoras el régimen, basado en los mecanismo primarios de la democracia política”.

“El Estado que enfrentó la guerrilla ya no fue la dictadura contrainsurgente sino la democracia contrainsurgente, lo cual algo significa en los cambios de la lógica interactiva entre revolución/castigo, presión popular/represión gubernamental”, como también señala el libro.

¿El resultado de todo es el juego de fuerza que estableció el Estado democrático y las ofensivas revolucionarias? ¿El empate en El Salvador y el impasse en Guatemala?

–La guerrilla prolongó su accionar frente a regímenes democráticos. Lo ocurrido se reconoce como un nuevo momento en el conflicto regional. Como una condición de empate en El Salvador y una situación de impasse en Guatemala. No hay claramente vencedores ni derrotados; es el destino de una guerra que juega a su prolongación porque pareciera que ésa es la condición de existencia de sus actores. Los movimientos revolucionarios que persisten tienen algún apoyo popular, pero no pueden acceder, en definitiva, al poder. Se convierten en una rutina política, al margen de la vida social y política que transcurre con normalidad. No pudo hacerse así en Nicaragua, donde el problema finalmente ya no era la guerra mercenaria que Estados Unidos dejó de apoyar, sino el problema político de sacar a los sandinistas del gobierno, que significó un cambio de sistema.

 

Es decir, la etapa democrática… allí donde se detiene el libro.

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