El disfrute del sexo tal cual es quizá una de las actividades humanas más vitales. Porque si el tejido epidérmico más sensible en el cuerpo humano ha sido puesto en la zona genital, hay alguna razón para lo anterior. Y si el sujeto social comprende, muy en la línea de los antiguos, que la producción de nuevos ciudadanos y el disfrute de lo sexual son dos cosas aparte, la existencia humana corporal estará conectada de una u otra forma con el acto del sexo. O luchará contra ella o se dejará llevar por ella.
Por eso escribe François La Rochefoucauld: «Ni el sol ni la muerte se pueden mirar fijamente». Y con esta frase André Comte-Sponville, profesor de la Sorbona y miembro del Comité Consultivo Nacional de Ética francés, inicia el texto Ni el sexo ni la muerte: tres ensayos sobre el amor y la sexualidad. De acuerdo con Comte-Sponville, existe al menos una diferencia entre la muerte y el sexo. La muerte es algo que pocos se proponen contemplar fijamente, mientras que el sexo es algo que pocos hombres y pocas mujeres se prohíben o temen hacer hoy en día. En buena forma, por ello es que una cinta como Cincuentas sombras de Grey ha sorprendido a pocos. Entre otras razones.
Pero, precisamente porque el sexo cual actividad apropiada es un punto de quiebre en la existencia humana, los filósofos se han dado a la tarea de filosofar sobre el erotismo y los artistas se han dedicado a representarlo de diversas maneras. Los grafitis romanos que aún pueden observarse en Pompeya denotan que, para estos antiguos, amor y erotismo eran una mezcla determinante de vida. De Pompeya a Sade y de Sade a las Cincuenta sombras de Grey, la diferencia es la forma como el sexo se aborda y la profundidad con la cual se hace discurso sobre este. Pero, cual tema de debate, de expresión oral y de representación gráfica, gemidos, gestos, caras, mordidas, formas de toques y el cómo se folla han sido objeto de atención desde que ese primate clasificado como Homo sapiens hizo propios los códigos simbólicos. La pregunta filosófica importante no es solo el cómo, sino el porqué. Para los antiguos romanos, esa pregunta era fundamental. Por eso se distinguía entre la prostituta profesional (mujer esclava) y la famosae, aquella mujer libre que por afición o gusto asumía un rol similar al de la prostituta. Entre ellas se puede citar a Julia, la hija del emperador Augusto, o a la emperatriz Mesalina, la mujer del emperador Claudio. Aquí lo interesante resulta ser que, incluso para los antiguos, la mujer que hace del sexo su vida y lo vive a plenitud se confunde con la prostituta.
Dentro de todas las preguntas que los filósofos han de responder sobre la sexualidad, quizá la dicotomía más importante sea la fundamental distinción entre fecundación y copulación.
Por ello afirma Comte-Sponville lo siguiente: «¿Qué es la sexualidad, pues? Es el conjunto de afectos, de fantasías y de comportamientos que están relacionados, aunque solo sea de manera imaginaria, con el disfrute del cuerpo de otro, o del nuestro propio, en cuanto que es sexuado. Diremos que esta definición es circular (pues hace intervenir al sexo en la definición de la sexualidad), pero este círculo es el propio de la naturaleza (la nuestra: el cuerpo), de la que todo procede, incluso la cultura, y a la que nada escapa. Que el cuerpo humano sea sexuado es un dato de hecho. La sexualidad es lo que permite usarlo o no y a veces disfrutarlo…» (Ni el sexo ni la muerte, pág. 117).
Entonces, teorizar sobre la sexualidad requiere también distinguir entre facultad y pulsión, hacer énfasis en el aspecto dirigido hacia el acto de voluntad. La siguiente frase, recogida de uno de los tantos grafitis de contenido sexual en Pompeya, lo explica muy bien: «Fulvia, voy a detener las mañanas hasta que vuelvas». La sexualidad como tal es un acto de volición, de voluntariedad, porque en la volición aparece el querer o el apetito. Explica Comte-Sponville: «El pájaro sabe construir su nido como la araña sabe tejer su tela, sin necesidad de aprender. Estos son comportamientos instintivos para los que bastan los genes. El hombre, desde esta perspectiva, es más bien pobre. Al nacer tiene pocos instintos (el de succión, el de prensión...), y la sexualidad no es precisamente uno de ellos» (Ni el sexo ni la muerte, pág. 118).
Por ello es que la mecanización del sexo como simple acto de producción para preservar la especie (haz el amor, haz un hijo) jamás tuvo importancia para la filosofía. Fecundar no requiere mayor conocimiento: es el acto mecánico, automático, bruto y torpe de la moral cristiana que sustenta el sexo lícito propio de la visión agustiniana. «Y aun entre marido y mujer existirá la vergüenza luego de cometido el acto sexual», escribe Agustín. Claro, eso lo dice luego de más de una década de vida en la que el sexo constituyó parte fundamental de su quehacer diario. Por eso no sorprende, desde dicha visión, que el acto del sexo se represente como un monstruo todopoderoso que condena el alma humana y que la única salida sea la abstinencia. Y en su defecto, la licencia para follar: el matrimonio. Pero, si regresamos a los antiguos, el sexo es un tipo especial de tecné que requiere la figura del maestro para enseñar el arte. Y la enseñanza de las artes es una cuestión de ciudadanos, y no de bestias o bárbaros.
Por eso mismo escribe Comte-Sponville: «De ahí la ignorancia durante los años de la infancia (con respecto al sexo) y después la inquietud, las fantasías, las preguntas, más tarde los preparativos, y después el descubrimiento, la improvisación, los tanteos, la iniciación, el aprendizaje, hasta alcanzar algunas veces un cierto dominio, que no excluye la torpeza, los fracasos, las insatisfacciones o las angustias. No existe una armonía preestablecida entre los sexos. Los órganos se corresponden más o menos. Los deseos, las fantasías y los comportamientos, no siempre. Por eso todo erotismo es cultural».
Si seguimos a Foucault, el sexo fue problema de reflexión para los griegos precisamente por la economización del acto del desgaste, una economía del semen que obliga al ciudadano a ejecutar el acto del sexo en formas ciudadanas. Si seguimos en el plano de la economía de los fluidos, descubrimos, de acuerdo con Thomas Laqueur en La construcción del sexo: cuerpo y género desde los griegos hasta Freud, que la mujer adquiere un grado de igualdad con el hombre en tanto y cuanto es capaz de hacer emanar fluidos al momento del orgasmo. Entonces, el squirting es el primer mecanismo de empoderamiento femenino, aunque lo distintivo no sea el acto en sí, sino la forma como este puede generarse: no requiere del pene para ello.
Si seguimos a Comte-Sponville, somos un tipo raro de animal cultural, pero no somos bestias. Por eso, entre los oscuro y lo obsceno, somos capaces de canalizar apetencias y deseos. Quizá por ello entre los libros más interesantes respecto al deseo sexual se encuentra el Cantar de los Cantares. Y hay que leerlo como lo que es: una relación de amantes, y no de esposos. La lectura cristiana de dicho texto —para variar— debió introducir la represión y querer ver en él el acto permitido o el sexo lícito. Pero, en su lectura más original y cercana al sentido primitivo judío, es un texto que refiere a dos personas en relación de amigos-amantes, que no están casados y que, dicho de paso, no son vírgenes, sino todo lo contrario. Saben lo que es deseado y lo que es un objeto de deseo. De lo contrario, la «hermana de pechos pequeños» no sería un problema a mencionar. Gusto por las voluptuosidades, supongo.
¿Por qué películas como Cincuentas sombras de Grey llaman tanto la atención? «Tuve miedo porque estaba desnudo y me escondí». Quizá aquí comienza la vergüenza de no ser más que un animal. Pero también allí, a través del cuerpo sexuado, comienza la comprensión del yo. La idea del espíritu empieza en el pudor y en la prohibición.
Pero lo humano comienza con la capacidad de hacer del cuerpo desnudo y del acto que une los cuerpos desnudos una estética. Tan paradigmático es lo anterior que en todas las pinturas o imágenes que refieren al toque de Dios entre los místicos se puede observar una gesticulación facial que se asemeja al orgasmo.
Quizá entre sor Juana Inés de la Cruz y Anastasia Steele, junto con Rourke y Basinger en Nueve semanas y media, hay más en común que de diferente.
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