¡Cobán!, dijo en voz alta miss Rehwoldt cuando nos aproximábamos al balcón presidencial. Nuestra banda escolar interpretó entonces una linda composición, y la televisión nacional, que transmitía en directo, difundió primeros planos mientras un locutor resaltaba que la interpretación era para agradar a Romeo Lucas García, entonces presidente de la república.
En la primaria, incontables veces repetí el juramento a la bandera, canté el himno nacional y casi llegué a pensar que Belice es nuestro. Me emocioné con los cañonazos del 14 de septiembre mientras se izaba la bandera y marché frente al Palacio Nacional, desde donde nos observaron varios criminales de guerra. Fetiches por doquier y de poco contenido. Uniformes y poses militares, ceibas, orquídeas, quetzales, tela celeste y blanca, pergaminos, rifles, espadas y ramas de laurel para aderezar un mensaje de obediencia y reproducir un imaginario decadente.
En ese marco, el himno nacional es el recurso de exaltación más importante de la Guatemala criolla y excluyente, pues se canta y se combina con una partitura hermosa. Y justamente por eso es necesario visibilizar su letra incoherente con los valores democráticos que deberíamos cultivar. Sin embargo, debo reconocer que cualquier persona tiene derecho a cantarlo, emocionarse y hasta llorar, especialmente si la selección nacional está en la gramilla, disputando por enésima vez el ansiado primer pase a un Mundial de futbol.
Pero un símbolo nacional debería servir para algo. Por eso me pregunto si la veneración de fetiches criollos, patriarcales y violentos ha evitado la pérdida de la soberanía, la corrupción o los crímenes de lesa humanidad. Incluso, la naturaleza secular del himno pasa desapercibida para una sociedad donde el Estado laico parece ahogarse en fundamentalismos.
Usted podría decirme que hay temas de fondo más importantes. Pero la forma de nuestros rituales cívicos nos aleja de la que debería ser una legítima y real participación democrática. Usted también podría pensar que en 2015 el himno se cantó en la plaza a todo pulmón y que eso contribuyó a la efímera cohesión social y a la renuncia del binomio presidencial. Pero me atrevo a decirle que habría dado igual cantar Luna de Xelajú o La chalana al son de las vuvuzelas.
En el fondo, estoy personalmente en contra de venerar fetiches criollos o religiosos porque no aportan algo útil a la construcción de una democracia moderna. La aspiración legítima a los derechos civiles y a tener algún control sobre la propia existencia se desvanecen en mensajes vaciados de contenido y orientados a promover obediencia.
Por eso respeto la actitud del diputado Amílcar Pop, que coherentemente no cantó el himno en la última toma de posesión. Me identifico con él y lo invito a usted a plantearse si es útil reproducir mecánicamente un mensaje vacío. Lo mismo se aplica al juramento a la bandera repetido una y otra vez en establecimientos educativos, pues el recurso de la repetición es uno de los medios para anular el pensamiento racional y la creatividad. Por lo tanto, una práctica como esa debería proscribirse de un ambiente educativo, donde se debe enseñar a pensar, no a obedecer mientras se dice poéticamente una mentira.
Por eso recuerde. La próxima vez que le pidan que levante su mano para jurar, encienda su sospechómetro. El juramento puede ser un simple recurso religioso y emocional, nunca racional, para que usted deje de pensar en temas centrales como la crisis hospitalaria, la impostergable reforma fiscal o el fortalecimiento del sistema de justicia.
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