Y estas también son avaladas por autoridades educativas y religiosas, padres de familia, alumnos y mirones que en perfecta sintonía se entretienen con dichas expresiones bajo la grata complacencia de los medios de comunicación, de las industrias de bebidas y comidas de todo tipo y de comerciantes formales e informales que hacen su agosto en septiembre.
El himno nacional se escucha permanentemente. Las banderas azul y blanco inundan caminos, veredas, calles y carreteras, donde discurren múltiples caravanas de antorchas que han sido encendidas en lugares fijados en el imaginario social como simbólicos: el Obelisco, Quiché, Totonicapán, Quetzaltenango y otros. No es para menos. ¡Es que somos independientes!
Para ajuste, los megaconciertos musicales que patrióticamente financian las industrias de bebidas alcohólicas para que la juventud se sienta inspirada y motivada por el fervor patrio mientras se emborracha. ¡Y que viva el consumismo! Abundan las reinas de independencia de todas las edades, para todos los gustos y en todos los lugares. No importa si son centros urbanos o rurales: hay niñas independencia por montón, bellezas nacionales e internacionales. Hasta las mujeres ya pasaditas de edad tienen su miss respectiva. Todo sea por la independencia.
Los discursos patrioteros ocultan la realidad de millones de niños desnutridos, de niñas violadas, de una juventud sin acceso a la educación, de menores de edad mendigando en las calles, de niños reclutados forzosamente por las maras, de pobreza y violencia por todos lados, de profesionales que luego de grandes sacrificios para ir a la escuela y a la universidad se encuentran desempleados.
La algarabía independentista es mayor que el drama de más de dos millones de migrantes que lloran por la patria inducida como propia. Hacen sus desfiles en el extranjero y se visten de inditos, tanto los que lo son como los que no lo son. Se baila llorando: «Yo soy puro guatemalteco y me gusta bailar el son…». Tanta enfermedad, tanto descalabro en los servicios públicos, tanto olvido del Estado independiente, tanto engaño, tanta burla a la dignidad del pueblo, tanta corrupción de las bandas que nos gobiernan y que aplauden la inocencia y la buena fe de la juventud que desfila haciendo acrobacias, luciendo la belleza —porno, dicen algunos— de las batonistas y escuchando a los integrantes de las bandas de guerra, que, en lugar de estudiar, se han dedicado todo el año a somatar tambores, soplar trompetas y marchar militarmente.
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Pocos de ellos serán connotados músicos cuando sean grandes, pero sí serán parte de las estadísticas que señalan que estudiantes y maestros saben poco de matemáticas, no saben leer y escribir bien por las deficiencias del sistema educativo y vieron truncadas sus competencias innovadoras, críticas y creadoras por el colonialismo del Estado: «Nos enseñaron a marchar, rezar y memorizar, pero nunca a pensar y cuestionar».
Todo por la patria y la independencia.
Sin embargo, hay una élite de apátridas, ateos e incultos guatemaltecos: la oligarquía. Esa élite que nos implantó el mito de la independencia, que solo a ellos favoreció. Esos que nunca se ven marchando en los desfiles septembrinos, que no forman parte de los miles de devotos que cargan procesiones ni acuden masivamente a las iglesias protestantes a sacrificar sus precarios ingresos para aportar el diezmo. Esa élite que no abarrota los estadios, no participa de sus propios conciertos empresariales, no participa en las fiestas patronales de pueblos y ciudades, no visita plazas o mercados de pueblos indígenas ni es acarreada a los mítines políticos en tiempo de elecciones.
Esos que controlan la economía y la política y que aprenden a mandar en sus propios centros de estudio, que exportan e importan la mayor parte de productos para mercados internos e internacionales, que producen los alimentos que consumimos, que tienen los bancos donde guardamos nuestros precarios ahorros, donde estamos endeudados por las tarjetas de crédito. Esos que no llevan antorchas a ningún lado. Esos que están acumulando excesivamente la riqueza nacional no son patriotas como los pobres y las clases medias que hacemos la fiesta de independencia.
¿Hasta cuándo, Guatemala? ¿Hasta cuándo entenderemos que somos víctimas del colonialismo, que nos impone sus creencias, mitos, ideologías, costumbres y culturas exógenas y manipuladoras para ignorar nuestra miseria? Mientras, la oligarquía, sin fervor patrio, concentra injustamente riquezas y privilegios.
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