Administrar el poder exige necesariamente una visión del mundo, una forma de concebir la realidad. Una teoría del deber ser.
Desde las mentes más brillantes hasta el vicepresidente del Congreso —ambas referencias son deliberadas por claridad de la distancia—, todos poseemos un conjunto de suposiciones acerca de cómo deben ser y funcionar las cosas: un sistema, elemental o desarrollado, de creencias morales, sociales, económicas, políticas, religiosas. Una ideología.
¿Dice no tener ideología? Compruébelo con un simple ejercicio: si, por ejemplo, cree que el salario mínimo es una garantía contra el aprovechamiento de la necesidad humana, tendrá una ideología; y si, por el contrario, supone que la existencia de una tarifa laboral es un estorbo para los negocios porque cada uno debería poder pactar libremente el precio del trabajo, sin mínimos ni condiciones, tendrá otra, necesariamente opuesta.
Si el ejercicio no lo convence, pruebe con otra cosa: la salud. ¿Es un derecho al que todos debemos poder acceder, tengamos o no dinero? Es una ideología —que reconoce los derechos sociales—. ¿Es un servicio sujeto a la ley de la oferta y la demanda por el que cada uno debe pagar según su capacidad? Es otra ideología —que niega la existencia de los derechos sociales—. ¿Aún no está convencido? Pruebe con la educación. La misma historia.
Y una vez que descubra su ideología —lo que exigirá, en lo posterior, que se documente sobre los principios que enarbola— estará en posición de comprender, y sobre todo de valorar, que la discusión ideológica, y por tanto confrontada, es por sí sola un indicio de progreso.
Dicho esto, que las diferencias entre el sólido 2015 y el fragmentado 2018 no lo decepcionen. Al contrario, emociónese: la única sociedad que avanza es la sociedad política, y esta no puede ser uniforme, ya que piensa —donde todos piensan igual, nadie piensa realmente—.
Lejos de representar su fracaso, la división de las posturas sobre lo que debe o no suceder en Guatemala es una saludable muestra de la maduración de los movimientos sociales, un resultado natural, provechoso, de la evolución del pensamiento fundado en ideas, visiones o conceptos perfeccionados por la experiencia o por la observación. Así, trágico sería creer que con seguir agitando tambores o hacer sonar silbatos acabaremos con la desigualdad, protegeremos los ríos, crearemos fuentes genuinas de riqueza equitativa o detendremos la tala de bosques. La plaza, excesivamente romantizada, se acabó. Hay que dar el siguiente paso.
Nos guste o no escucharlo, hay cosas que debemos entender: por granítica que sea, la indignación moral no transforma, sino simplemente censura lo intolerable. Y eso sucedió en 2015: un pueblo uniformemente enconado por el saqueo del erario. Pero, superada la etapa de la ofuscación, llega inevitablemente la de la discusión, por la que cada uno, según sus propias tesis, evalúa las causas.
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Y esa colisión de ideas contrapuestas, en la que cada uno enuncia una teoría fundada en un pensamiento científico, hará surgir planteamientos necesariamente ideológicos en todo ámbito y materia, que irán desde proponer un seguro social universal —la salud es un derecho— hasta sugerir privatizar los hospitales nacionales —la salud es un objeto de mercado—.
Esta oposición de ideas, que por culpa o dolo y con fines innecesariamente peyorativos el ignorante llamará «polarización ideológica», es, de hecho, un gran salto para la democracia.
Que la ideología, pues, no lo asuste, pues en el bosque de la perdición es el único sendero que conduce al destino útil: la politización de la sociedad. Preocúpese, más bien, cuando en los círculos políticos —primeros llamados a promover el análisis a partir de una hipótesis documentada— se haga oír la frase «nuestra ideología es el amor por Guatemala», ya que no solo son siete palabras meritorias de un Nobel a la ignominia, sino que representan, con grave insulto, un miserable artificio diseñado para esquivar el pensamiento crítico o, peor aún, para enterrarlo.
No se confunda y observe cada cosa como justamente es: la indignación es potente para echar a un corrupto, pero estéril para modificar el sistema que lo incuba. Inadmisible es, por tanto, sostener que la solución a los problemas nacionales radicará en reunirnos a gritar en un parque o, más decorativamente aún, depositar el porvenir en la recuperación de los valores perdidos, como si volver a dar los buenos días bastase para despertar conciencias y producir revoluciones.
La protesta sacude el candado, pero solo la acción política ideológicamente fundada lo rompe.
Si tiene cerca las ideas y lejos los horizontes, hay futuro.
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