Se hizo acompañar temporalmente de dos sacerdotes que dejaron huella en la región: el presbítero Rodolfo Mendoza, hoy obispo auxiliar de la Arquidiócesis Metropolitana, y el presbítero Marco Tulio García. Ambos abrieron brecha en la relación directa que tuvo la Iglesia diocesana con la juventud altaverapacense.
Entre 1967 y 1972, lapso que duró mi paso por la educación media, tuve la oportunidad de ser su acólito (monaguillo) en la catedral de Santo Domingo de Cobán. Fueron cinco años de aprendizaje, de no pocas discusiones relacionadas con la pastoral urbana (a veces un poco fuertes) y de analizar la situación histórica de la diócesis, que comprende más de 12,000 kilómetros cuadrados. Se trata de Alta y Baja Verapaz.
Su personalidad tenía facetas que han sido tratadas someramente por sus biógrafos. Sobre ellas argüí en mi artículo Gerardi: dos atributos poco conocidos, publicado en este mismo medio en mayo de 2016. Una era su profundo amor por la cosmovisión maya q’eqchi’. La otra, su afición por el ping-pong. Esta vez pretendo ahondar en la primera.
Podría decirse que tuvo un mentor. Hablo de don Antonio Pop, abogado y notario, líder del pueblo q’eqchi’ y quien estaba recién egresado de la Universidad de Salamanca. Entrábamos muy fácilmente en ruta de colisión porque monseñor Gerardi llamaba teología indígena a las cosmovisiones de los pueblos originarios. Yo le insistía en que era una manera de pensar, de interpretar el universo, y en que, siendo tal, se trataba más de filosofía que de teología. Don Antonio porfiaba en el término cosmovisión y, respecto al concepto del cerro-valle, nos aleccionaba: «Al Tzuul Taq’a no se le reza. Se le habla, se le pide, se le ofrecen dones y se le adora. Pero principalmente se le habla. Se manejan dos conceptos: el tzuul y el taq’a. Lo bajo y lo alto, el inframundo y el supramundo, el mal y el bien, la tierra y el cielo de ustedes. El inframundo es un lugar oscuro, sin vida y de donde ninguna persona que entra vuelve a salir. La oscuridad es una de sus características y se asocia con las tinieblas. Allá van los malos, los violadores de la naturaleza, los que roban, los que matan».
Monseñor Gerardi no se cansaba de repetir: «¡Enorme la teología indígena, vos! ¡Enorme la teología indígena, vos!».
El pasado jueves 26 se cumplieron 20 años de su martirologio. Veinte años. Se cumplieron en este abril de 2018. Un mes tan extraño, tan profético, tan sibilino, y de ocultos significados.
Los diálogos con don Juan José Gerardi Conedera no eran alrededor de una mesa. Cuando argüíamos acerca de estos temas, lo hacíamos en el atrio de la gran catedral de Santo Domingo. Duraba cada sesión el lapso que le tomaba consumir dos o tres cigarrillos y luego una caminata alrededor del parque. Por supuesto, excepción hecha de que se apareciera por ahí don Antonio Pop. Entonces, y solo entonces, la plática se alargaba unas dos horas. La hora de la vuelta a casa casi siempre estaba signada por el aparecimiento de un vehículo con gente desconocida, pero con número de placas muy conocidas. Nos reíamos. Don Tono se iba primero. Luego él se subía a su vehículo y desde allí me repetía casi a gritos: «¡Enorme la teología indígena vos!». Como reiterándome: «Se trata de teología, y no de filosofía». Y volvíamos a reír porque los orejas no entendían de qué estábamos hablando.
Estos encuentros sucedían los domingos luego de la misa celebrada a las 7 de la noche.
Veinte años hace de su asesinato. Se cumplieron en este abril tan extraño, tan insólito, tan sibilino, y de ocultos significados.
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