Eso y muchas otras cosas nos recuerdan las pegatinas de los bómperes y las vallas de la carretera. Y, no sé, parece que los tejanos se toman muy en serio eso de la identidad del estado. Cosas como que cada vez que abríamos la boca, la primera pregunta que nos hacían era de dónde veníamos. Luego de nuestra complicada explicación sobre países de origen, nacionalidad y residencia actual –más de una y más de dos veces– nuestro interlocutor respondía con una sonrisa grandota: “pues yo soy de Texas”.
Fue un viaje de esos que a mí me gustan. Agotador, kilométrico, ambicioso y lleno de propósito. Un viaje en el que ninguna de las expectativas, ninguna de esas imágenes mentales que uno se hace cuando dibuja dentro de su cabeza cómo será el lugar de destino, fue exactamente (ni remotamente) cómo había sido originalmente concebida.
Un bar de jazz en San Antonio terminó siendo un restorán con un tecladista que aullaba “amorcito corazón” y otros éxitos de Luis Miguel intercalados con las “doce grandes del jazz”. Alguien con más respeto por la música hubiera echado al buen hombre, con todo y teclado, en una bolsa y los hubiera tirado al río.
Un relajante paseo por la playa en Galveston se convirtió en una tortuosa maratón hasta un muelle en el que, tras cincuenta cuadras de patear bajo el sol, descubrimos haber ido solo bajo la idea de hacer feliz al otro.
La perspectiva de pasar dos días en el campo del norte de Texas con una pareja que mi prejuicio me indicaba serían unos pesaos resultó infundada. Luego de dos días de tomar su cerveza, comer sus bistecs y convivir con ellos y sus animales de granja, me dejaron con esa impresión del estereotipo de la gente del campo: afable, sincera, desprendida, dispuesta a ayudar al vecino y al extraño pero al mismo tiempo recelosa del diferente y el extranjero.
Un piano bar en Dallas resultó ser eso. Un piano bar.
Lo único que permanece inmutable es el Ikea. Sea en Houston, Dallas o San Antonio, Ikea es idéntico de un sitio a otro. Las albóndigas siguen igual, los muebles relativamente baratos y relativamente malos, los clientes son en su mayoría universitarios y extranjeros. Y los empleados –es curioso– son amables o descorteses dependiendo si son estadounidenses o no.
Después del viaje, el tiempo ha entrado en una vorágine que todo se lo traga. Quizá una vorágine sea exagerado; es más como el remolino que se forma al quitar el tapón de la bañera, que es tanto más angustioso ya que puedes ver cómo el agua se acaba.
Se nos ha ido el tiempo en empacar, alquilar un U–Haul y desempacar. Se dice en una oración, pero a 40 grados y con la prisa de hacerlo todo cuánto más rápido mejor para evitar cargos extra, he amanecido con la espalda rota, pero feliz de abandonar la casa en la que las tormentas de polvo ocurrían tanto fuera como dentro.
La nueva casa es más “vivible” por así decirlo. Tiene menos “carácter” si por carácter entendemos ventanas que no abren, falta de aire acondicionado y calefacción y goteras. Visto así, la otra vivienda era el Hemingway de las casas.
Y en esa vorágine de cambios y mudanzas pienso en mis amigos y conocidos que se han ido de Guatemala. Pienso en la angustia de vender posesiones, de deshacerse de cachivaches, de buscar vivienda y donde estar en el nuevo lugar. Pienso en las aventuras que tendrán en sus nuevos destinos. Algunos ya se fueron hace meses, otros están pensándola y pensándola la de irse y otro me enteré que vendió todo, se montó a un bus y se fue a la chingada.
Mudarse es como hacer limpieza de veras. Se queda lo que no sirve o, mejor dicho, evalúas cada cosa que tienes y piensas si vale el esfuerzo de empacarla, subirla al U–Haul y desempacarla. Evalúas si esa cosa te presta suficiente servicio como para que tú le reintegrés el servicio llevándola contigo.
Ahora mismo, ya estoy casi mudado. Salvo por unos cachivaches que se han ido quedando atrás, peleando en el fondo de mi inconsciente por ese chance de pasar al nuevo lugar, y por las cosas de la cocina, ya no me queda nada por mover. Falta, eso sí, darle forma a la nueva casa.
Es increíble lo pronto que un lugar extraño pasa a ser familiar una vez has dormido allí.
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