La voz de Stephanie Ward me abraza repitiendo aquello de «I’ve got a heart to love you. / You don’t», mientras recuerdo a Pasarella, allá por el 96, intentando explicarles a los periodistas una derrota de la selección argentina en Quito (2-0) con una de aquellas frases de época: «En la altura, la pelota no dobla».
Las palabras de Pasarella incluso han merecido respuestas científicas, como la que va en este vínculo, que explica, desde la aerodinámica, el porqué de la diferencia del movimiento oscilatorio de una pelota a la que se le pega con la cara interior o exterior del pie.
En algo menos de un par de meses empezará el Mundial de futbol Rusia 2018 y todo entrará en pausa. Muchos sistemas políticos, tanto de aquellos países que no clasificaron como de los que lo hicieron, agradecerán que la opinión pública se concentre en otra cosa. Por ejemplo, el novel gobierno peruano estará agradecido de que sus habitantes se enfoquen en los juegos de su selección, tanto como el Gobierno ecuatoriano agradecerá que sus ciudadanos miren a otro lugar que no sea la frontera norte.
Está por aparecer la cara más despreciable del futbol, como un arma de manipulación política o al menos un distractor de importantes dimensiones, cuando las fuerzas se reagrupan y los estrategas planifican —frente al televisor— nuevas aproximaciones a fines ilegítimos. Todo un contraargumento al clásico Santa Maradona, de Mano Negra.
La enorme cantidad de dinero involucrado es la única explicación posible para que, después de las crisis de las semanas pasadas, el bombardeo quirúrgico sobre Damasco incluido, Occidente no haya decidido —todavía— sabotear el Mundial de Rusia.
Hace cuatro años, en la inauguración del Mundial de Brasil, Dilma Rousseff y Joseph Blatter fueron abucheados sonoramente en el estadio. La intención de mostrar a Brasil como una potencia en pleno crecimiento fue opacada por un creciente descontento ciudadano, que le facilitó el camino a la espuria destitución de Rousseff y sirvió como una de las últimas tribunas públicas para ese Blatter que fue suspendido del cargo en medio de varios escándalos de corrupción.
La intención de Rusia es mostrar al mundo una potencia llena de alegría y vigor, más allá de todas las rondas de sanciones comerciales de Occidente. Una vitrina para el ego de un Putin que cuenta con fanes y detractores a ambos lados del océano Atlántico.
En todo caso, más allá de la dimensión política, la estampida está cerca, y la espero escuchando a Courtney Barnett cantando I Need a Little Time, un adelanto del álbum que será lanzado en el próximo mes de mayo.
El mercado nos bombardeará de contenidos prefabricados a la medida de cada quién —consecuencia de nuestros perfiles públicos en redes sociales—, que aprovecharán la oportunidad para sugerirnos comprar todo aquello que no sabemos que necesitamos —y que seguramente no necesitamos—, así como beber cerveza o bebidas azucaradas con el fin de parecernos a tipos que entrenan a doble jornada todos los días.
Me quedo aquí —tomo prestado el título de una maravillosa última canción de Cerati— a la espera de que el espectáculo dé comienzo. Ayer me dieron una paliza, literalmente, en mi partido semanal de los miércoles, y yo me sigo congratulando de haber corrido durante una hora detrás del balón con gente a la que le llevó veinte años. Y es que siempre me gustó más la cancha que la tribuna.
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