Es lunes por la noche. Escucho unos gritos lejanos que provienen furtivamente de la calle. A pesar de la distancia, los reconozco porque me son familiares, demasiado familiares. Abro la puerta y la veo allí parada, menuda y morena, jalando su carretilla de tamales con sus nenas correteando alrededor. No tengo hambre, pero igual le compro uno. «Esta noche sí», suspiro con pesadumbre. Ahora las niñas me ven con medio cuerpo escondido detrás de la madre. Es tarde, muy tarde. Asoman sus orejas y con sus ojos oscuros me ven absortas. Me gustaría pensar que les sorprende mi barba, lo larga y desarreglada que está, pero probablemente vean algo que no me atrevo ni a mencionar. Me cuesta porque no hace falta que la injusticia sea propia para sentirla. Su fuerza se manifiesta en la relación de quien la sufre con quien la comete, pero también con quien la presencia y puede hacer algo al respecto. Muy distinto de la enfermedad o del dolor, padecimientos individuales con los que solo podemos empatizar. La injusticia te clava las uñas, te arrastra. Las niñas, todavía intimidadas, alcanzan a saludarme. Sonríen. No digo que sean felices, pero las veo sonreír. Me despido y pienso que este país no es normal.
En Guatemala están los que ven para afuera y los que ven para adentro. Afuera de sus privilegios y adentro de estos. Afuera de las fronteras y adentro de su condominio. Privilegiados que penden entre el provincialismo reaccionario y el liberalismo progresista. Afuera, donde las sociedades más justas no son utópicas, donde existe una clase media robusta, donde se aprende que la desigualdad es creada y que las oportunidades para todos son reales si existen servicios públicos de calidad. Y los que ven hacia adentro, encerrados en sus garitas y muros de concreto, reculan en sí mismos desconfiando de los medios de comunicación, de las ideas que enseñan en universidades en el extranjero, del vecino que exige algo tan disparatado como un trato entre iguales, de los libros por miedo a verse reflejados. Sienten miedo: lo sé porque lo palpo con la mano.
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Es sábado al mediodía. El sol abrasa. Me detengo frente al semáforo y veo a los jóvenes salir disparados para lanzar agua al vidrio del carro y limpiarlo sin necesidad. «A esos sí les doy porque al menos hacen algo», dice el que va a mi lado. Mi corazón se tensa mientras me pregunto: «¿Y qué hemos hecho nosotros, pues?». Veo a otro chico, sin camisa y con la piel pintada de gris, que se detiene debajo del semáforo para hacer malabares con unos machetes. «Ese no está tan jodido. Mirale los zapatos», vuelve a decir. Vemos pasar alicaído el cuerpo gris que ha terminado su breve espectáculo mientras la canción retumba en el interior del carro, gélido por el aire acondicionado. Resoplo. Imagino su corazón endurecerse. Imagino todo lo que no soy capaz de imaginar y siento culpa, una culpa que no me pertenece, pero que no por ello dejo de sentir. Cuando la responsabilidad es de todos, la culpa no es de nadie. O, lo que es peor, cuando la responsabilidad no es de nadie, la culpa es solo suya. Pero sabemos que no es así. Luz verde y acelero.
No hace falta ser muy inteligente para saber que este país no es normal. Que no son normales los crecientes casos de mujeres y niñas asesinadas. Tampoco la cantidad de niños hambrientos y abandonados sin educación. Esa desigualdad apabullante que no es natural y que aumenta con el paso del tiempo. Ese dolor condensado en cifras del horror. No es normal un país donde el presidente del Congreso beneficia a sus allegados con contratos millonarios mientras más de un millón de personas se suman a las filas de la pobreza junto con otros ocho millones y medio que ya hacían cola desde antes. Un Congreso liderado por el partido del presidente del Ejecutivo, que está aliado con un narcopartido. Este país no es normal. Y quizá nunca lo ha sido, pero tampoco lo será nunca con una élite temerosa que se aferra al poder. Que prefiere aliarse con criminales antes que permitir un progreso incluyente. Y después de haber leído Tikal Futura, de Franz Galich, en la que unos pocos se enriquecen a costa de otros hasta niveles inimaginables, sé que todavía podríamos estar peor.
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