Yo tendría unos diez años. Creo que me llevaron al estadio debido a la insistencia de un tío. ¿Cuándo estaba uno listo para esa experiencia? Quizá para mi tío el punto exacto no tenía que ver con el conocimiento de los equipos o de los jugadores, sino con estar uno listo para no llorar cuando le calcaran un naranjazo ensalivado en plena cara. Las naranjas del estadio parecen las más grandes y jugosas. Se chupan fácil y luego se convierten en magníficos proyectiles.
No había que sentarse debajo de las barras más entusiastas porque por cualquier razón (ponerse de pie, gritar un gol en contra del equipo de los de arriba o simplemente parecer un blanco interesante) podía aterrizar allí una andanada de naranjazos. Y es que las cultas barras conocían muy bien la ley de las probabilidades, así que al menos un bólido aterrizaría justo en el blanco. Luego, a la salida, seguirían los naranjazos acompañados por líquidos nobles e innobles. Allí nació la aceleración en masa.
Era menos arriesgado escuchar los partidos por la radio. Luego llegó la tele, y, con las pantallas de ahora, quedarse en casa resulta más barato, seguro y cómodo. Se disfrutan los juegos con un detalle que ni los mismos árbitros consiguen, por no mencionar las repeticiones en cámara lenta y desde varios ángulos.
Esa modernidad no significa una ventaja, por infortunio. Imagine que una niña o un niño se sienta junto a usted a disfrutar un partido de estrellas. Se pasa mal.
En vez de entradas, tendrá que comprar la camiseta del diez, el nueve, el siete o el once. Los astros son un modelo a seguir: los niños sueñan con llegar a ser como ellos. Y allí está el problema.
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Al calor del juego, usted comienza con que ese nueve es el mejor del mundo y luce sus conocimientos con tanto esfuerzo adquiridos. Pero también debe interrumpir su propia cátedra para explicar otras cosas. Luego de una gran jugada, el acercamiento de la cámara muestra cómo el héroe se llevó la pelota con la mano o cometió falta contra un defensa o estaba en ofsái. Y hay que explicar que eso no se hace, pero es difícil bajar a los dioses de sus altares. Después de unos diez minutos, un escupitajo marca mamut aterriza en el césped. O en la cara de otro jugador. Podría aprovechar para introducir la física del tiro parabólico, pero reflexiona y entiende que debe explicar que eso no se hace. Luego, un galáctico se desocupa la nariz como los elefantes que lanzan agua con el moco. Al rato tiene un pisotón al contrario, con toda la gana de romperle los huesos. O un codazo revientapómulos. Y usted debe seguir explicando que eso no estuvo bien.
Quizá termine en agotamiento total. Es una mezcla de éxtasis deportivo con pausas para explicar que eso no se hace más hacerse la chorcha cuando le preguntan qué fue lo que le dijo el jugador al árbitro. Y así no se puede porque quizá usted quiera unirse a los millones de árbitros que decretan que fue o no fue falta dentro del área o que la tarjeta amarilla o roja fue justa o injusta. Quizá quiera decirle al árbitro lo que se merece o lanzarles los adjetivos propios de la ocasión a los jugadores del equipo contrario. Y así no se puede. No hay derecho. Nadie puede con el subibaja, con pasar del modo aficionada deportiva (porque aquí nadie apoya el fanatismo) al de mesurado mentor moral de las nuevas generaciones.
Quizá era mejor ver a los jugadores en pequeñito, sin repetición ni cámara lenta. Quizá evadir el misil cítrico era menos riesgoso que justificar los modales arrabaleros de las estrellas. En realidad, lo mejor sería que alguien les explicara que hay niños mirando y que de grandes quieren ser como ellos.
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