Esta era la noticia que circulaba la semana pasada a través de redes sociales y correo electrónico. Inmediatamente, busco más información en los diarios y me encuentro con que sobre esta historia los medios de comunicación, entretenidos con la visita de Ban Ki-moon a Guatemala, guardaron un inexplicable silencio durante varios días.
El relato es un motivo más para denunciar esa vieja lógica de operar del Estado, bajo la cual destruir la vida es una condición necesaria para la defensa de la propiedad privada. Y es que la propiedad del latifundio no se protege sólo con la violencia de los desalojos. El hambre y la miseria que produce la histórica concentración y acumulación de la riqueza, también son poderosas armas destructivas de la vida. Como dijo Shakespeare: “You take my life when you do take the means whereby I live” (“Me quitas la vida, si me quitas los medios por los cuales vivo”).
En esta historia podemos constatar, una vez más, la manera en que opera la inversión ideológica de los derechos humanos en nuestro país: basta suponer que se está violando el sagrado derecho a la propiedad (defendido desde John Locke y el posterior constitucionalismo del siglo XIX como un derecho situado al lado de la vida y la libertad) para poner a operar la violencia, con la careta legal del Ejército y la Policía. Se destruye lo que se encuentra al paso, se deja de tajo a miles de personas sin techo ni alimento, así como a varios heridos y un muerto. Corre la sangre, pero la defensa del derecho a la propiedad privada y la preservación de la “gobernabilidad” sobre la que se fundan los demás derechos, lo valen. (Es la misma lógica de las “guerras justas” en la historia de la humanidad: se cometen atrocidades contra poblaciones enteras a las que hay que civilizar o “reducir al orden”, para mantener privilegios disfrazados de Estado de Derecho y derechos humanos.) Finalmente, para garantizar el bajo perfil de la brutalidad, los medios de comunicación se callan para no picar el hormiguero, en una coyuntura sensible para la imagen del país ante las “democracias avanzadas” del mundo.
Sin ánimos de simplificar una problemática que ameritaría más espacio para tratarse a fondo, quiero hacer hincapié en lo que aquí me parece crucial: la relativización del valor de la vida de seres humanos que mueren anónimamente día a día y que, como diría Judith Butler, son vidas que no están en la lista de lo que merece ser llorado, de lo que amerita duelo.
En Guatemala son innumerables este tipo de relatos que dejan a los campesinos con la terrible y silenciosa marca de la muerte. Sea muerte violenta o muerte por hambre, la operación ideológica que se utiliza para limpiar la responsabilidad de terratenientes, negociantes y el Estado a su servicio, es muy sencilla: trasladarles la culpa de buscarse la desgracia (por bochincheros, por usurpadores o por huevones) denigrándolos en la percepción social que hay de ellos y de la vida en el campo. Vaya si no ha dado resultado: la ciudadanía, antes de cuestionarse las causas históricas de una protesta cualquiera, lo que cuestiona, criminalizándolos, son los efectos. Se interpreta el conflicto en blanco y negro y se juzga sin indagar cuál es la raíz del problema. (Si ya se convive con la muerte al lado, qué más da convivir con la ignorancia de sus causas).
Luego, se espera sencillamente que los campesinos (que dicho lo anterior, perdieron ya el estatus de seres humanos y sujetos de derechos) con la boca cerrada, con sus muertos en el pecho y sus pertenencias bajo el brazo, desalojen obedientemente, agradezcan los salarios de miseria que se les pagan, acepten su condena a la exclusión estructural, la condena de sus hijos y la de los hijos de sus hijos, y, si acaso les queda algo pendiente y lo desean manifestar, que lo hagan murmurando decentemente en la superficie de una banqueta, para no interrumpir el paso.
Ese axioma constitucional de la propiedad privada, que aunque está recogido como derecho, no puede ser universal, para todos, se ha erigido en cambio como criterio de una titularidad escalonada (y por qué no, censitaria) de los derechos, sustituyendo así a la misma condición humana: a más y mayores propiedades tengo, más y mayores son mis derechos. Y la Constitución, que a su vez reconoce y protege la vida, la alimentación y la salud, termina quitando con una mano lo que ofrece con la otra. El escenario, entonces, corre y va de vuelta a una realidad inmutable de desigualdad y privilegios de corte feudal. Los lastres contra los que supuestamente se erigieron los derechos humanos.
Luego de esto, pretenden aún que nos traguemos el cuento de su democracia, entendida como el ejercicio de una ciudadanía basada en una versión abstracta y formal de la libertad y la igualdad ante la ley. Una democracia que nos incapacita políticamente. La única ruta ciudadana que se nos pinta para “el cambio” está limitada a optar entre candidatos-títeres que, más allá del estilacho que muestren en la foto y de las promesas que balbuceen en campaña, sabemos bien que representan la preservación intacta del mismo proyecto político.
Vistas así las cosas, ¿estarán cerrados todos los caminos?
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