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Estampas de mi vida

Patoja, no te preocupés, estudiá salud pública; total, tendrás un marido que te mantenga.
Indiscutible es que hay mucho que aprender todavía respecto a cómo las mujeres en posiciones de liderazgo y autoridad ejercemos tal rol...
"somos una y varias personas a la vez: la que los demás ven; la que pienso que soy; y la que soy en realidad".
"...leía de todo: chistes, revistas de moda y entretenimiento, periódicos impresos y libros variopintos. Y el gustó quedó. A mí me gusta leer lo que mis hijos llaman “libros aburridos”: sobre sociología, política, psicología social, sobre economía a veces; cosas que me ayuden a explicarme lo que no entiendo. A ratos me gusta leer sobre ciencia también: biología y fisiología, sobre la evolución y el universo. Tuve mi época de libros esotéricos".
"Lo que me mantiene viva y activa: La búsqueda permanente de sentido, y de nuevos propósitos. Vivir sin ello es muy difícil. Por eso, cuando no lo encuentro, me lo invento. No me queda de otra. Humana al fin y al cabo".
"Jamás estuvo en discusión (en casa) si las niñas deberíamos tener o no la misma educación que los hermanos varones. Todos fuimos al mismo colegio –laico y mixto-, y nunca estuvo en consideración que la meta educativa fuera el bachillerato, mucho menos el matrimonio".
"Mi familia no era como nos decían en el colegio que era una “familia normal”. Era bastante disfuncional, diría yo; pero así como la disfuncionalidad tiene sombras que también forman parte de quien soy, me dejó varias ventajas".
"Desde niña estuve convencida que había una poderosa razón por la cual estaba en el planeta. El egocentrismo infantil, combinado con las creencias y una vívida imaginación, me hacían pensar que somos como estrellas y que nos hacemos humanos para un propósito –o quizá como un castigo-; vivir por ende, se trataba de ir develándolo".
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Estampas de mi vida

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“… nos hemos acostumbrado a la libertad y tenemos el valor de escribir exactamente lo que pensamos…”, escribió Virginia Woolf, en 1929, en “Una habitación propia”, el ensayo en el que plantea la necesidad de que las mujeres tengan un espacio propio para crear, para hacer que se escuche su voz. En esta serie, Plaza Pública reanuda la pregunta: ¿Cómo construyen su habitación propia las mujeres guatemaltecas? Aquí responde la médica y especialista en salud pública Karin Slowing Umaña.

Recuerdo que pasaba entretenida imaginando cómo sería ser “grande”. Como nací en año que termina en cinco, y era la época de aprenderse las tablas de multiplicar, contaba de cinco en cinco o de 10 en 10, correlacionando fecha y edad. En 1980 tendría tantos años; ¿Y cuando llegue a los 25, cómo será todo? ¡Cuándo sea el cambio de siglo tendré casi 40! Mi imaginación iba febril, de fecha en fecha, tratando de anticipar un futuro que aún tenía que construir.

Escribir este texto me ha devuelto a ese juego de mi niñez. Ya arribé al medio siglo. ¿Se parece mi vida de ahora a lo que imaginaba cuando tenía siete u ocho años? ¿O cuando tenía 16? ¿Qué hechos o momentos configuraron mi devenir? Unos fueron procesos que se gestaron poco a poco, ni cuenta me di hasta tiempo después; otros, decisiones producto de un instante, un arrebato o un momento de ¿inspiración? En realidad, la vida hace lo que le da la gana con nuestros planes y sueños: a veces cambió de fondo el curso que imaginaba, mientras que en otras ocasiones se reforzó la trayectoria.

Sandra Sebastián

He escogido algunas estampas, imágenes que he venido acumulando en la memoria, luego de medio centenar de vueltas al sol y que me ayudan a explicar (me) quién soy ahora, especialmente en mis roles de ciudadana y profesional que intenta aportar a su país. Estas estampas, al juntarlas, se convierten en una especie de hipótesis nula, una explicación posible de qué hechos han definido mi vida, lo que me une con mi país, que entrelaza su historia con la mía. Hipótesis que no podré someter a experimentación pero que por el momento, se me ocurren como las más posibles. A la mejor “la” explicación sea otra. A fin de cuentas, somos una y varias personas a la vez: la que los demás ven; la que pienso que soy; y la que soy en realidad. ¿Por qué no iba a pasar algo parecido con los hechos que nos determinan? En esto de la autobiografía, pesa también el ángulo desde donde una se mira, así como el momento. He aquí mi lectura de los hechos.

Partir por el principio

Desde niña estuve convencida que había una poderosa razón por la cual estaba en el planeta. El egocentrismo infantil, combinado con las creencias y una vívida imaginación, me hacían pensar que somos como estrellas y que nos hacemos humanos para un propósito –o quizá como un castigo-; vivir por ende, se trataba de ir develándolo. Siempre he pensado que el detonante de esta forma de entenderme fue saber a muy temprana edad que decidieron bautizarme a las pocas semanas de nacida porque mi severa intolerancia a la leche y fórmulas maternizadas no auguraba que sobreviviría mucho tiempo.

Obviamente no fue así. Lo logré, pero es éste uno de los primeros recuerdos que tengo de las miles de veces que me he preguntado sobre el propósito de la vida. De mi vida. Cada cierto tiempo vuelvo a esa interrogante. Supongo que es eso a la larga, lo que me mantiene viva y activa: La búsqueda permanente de sentido, y de nuevos propósitos. Vivir sin ello es muy difícil. Por eso, cuando no lo encuentro, me lo invento. No me queda de otra. Humana al fin y al cabo.

Una crianza con equidad

Mi familia no era como nos decían en el colegio que era una “familia normal”. Era bastante disfuncional, diría yo; pero así como la disfuncionalidad tiene sombras que también forman parte de quien soy, me dejó varias ventajas. Algo de ello conté en una de las columnas que escribo para un medio escrito en  Guatemala. Lo recupero acá porque es de lo más pertinente.

En muchos aspectos, la forma que me criaron fue poco convencional para la Guatemala de los años 70 y 80 del siglo XX. La mía era una familia donde la división sexual del trabajo y de las responsabilidades domésticas no fue muy tradicional. Cuatro hermanos, dos mujeres y dos hombres. No sé si tuvo que ver que mi mamá quiso ser abogada, pero el tema de “justicia para todos” era importante. Cada quien hacíamos nuestra cama y teníamos tareas asignadas que se iban rotando más con base en la edad y en la capacidad de asumirlas, que conforme al género. No recuerdo una sola vez en que las mujeres hayamos “tenido la obligación” de servirle a mis hermanos o a nuestro padre. Una vez se adquiría la destreza, cada quien se servía sus frijoles. A veces, eso creaba conflictos con mi abuela que vivía con nosotros, pues uno de mis hermanos no solo era “el varón” sino su consentido.

Jamás estuvo en discusión si las niñas deberíamos tener o no la misma educación que los hermanos varones. Todos fuimos al mismo colegio –laico y mixto-, y nunca estuvo en consideración que la meta educativa fuera el bachillerato, mucho menos el matrimonio. Recuerdo que la primera vez que pensé en que algún día quería casarme y tener hijos tenía ya como 24 años, había culminado con éxito mi formación universitaria y competía por una beca que me permitiera hacer un post-grado en el extranjero.

Sandra Sebastián

Siendo que nuestras circunstancias de vida no siempre fueron fáciles ni privilegiadas, sé que muchas de mis metas profesionales no las habría podido lograr si desde muy temprana edad mis padres, pero especialmente mi madre, no nos hubiera formado con equidad, dándonos las mismas oportunidades a todos. Un legado invaluable, del cual yo tomé conciencia de su importancia hasta mucho más tarde en la vida.

De mi papá recuerdo su interés por la lectura y el conocimiento. Una de las imágenes más vívidas que guardo de él era verlo llegar con un libro bajo el brazo o bien, disfrutando su lectura en la cama. No voy a presumir que en mi casa había una gran biblioteca ni que se leía a los clásicos. En realidad, se leía de todo: chistes, revistas de moda y entretenimiento, periódicos impresos y libros variopintos. Y el gustó quedó. A mí me gusta leer lo que mis hijos llaman “libros aburridos”: sobre sociología, política, psicología social, sobre economía a veces; cosas que me ayuden a explicarme lo que no entiendo. A ratos me gusta leer sobre ciencia también: biología y fisiología, sobre la evolución y el universo. Tuve mi época de libros esotéricos. No ha pasado del todo ni pasará ese interés por todo lo que va fuera de lo que la ciencia actualmente puede explicarnos.

Una educación privilegiada

Estudiar nunca fue difícil para mí. Siempre fui de buenas calificaciones. Mis padres nos dieron la opción de ir al que, en ese entonces, se consideraba uno de los mejores colegios del país: el Instituto Austríaco Guatemalteco. Nos enseñaban bastante más que lo que el currículum oficial obligaba: idiomas extranjeros, ciencias, música, artes, cultura europea. No tanto sobre mi propio país como se hubiera debido, pero recuerdo con cariño a un par de profesores que nos dejaron ver más allá de las burbujas en que vivíamos nuestras vidas.

Pero pesaba más la influencia del entorno. Como mucha gente en mi círculo social, tenía la vista puesta hacia afuera. Por ejemplo, la importancia de la cultura del país de origen de mi abuelo: Alemania. Era algo bien implantado en nuestro imaginario. En eso, mi familia sí se parecía mucho a muchas otras de clase media guatemalteca: racista, clasista, aspiracionista, rememorando continuamente sus orígenes no locales. Y si bien esas  prácticas eran mucho más atenuadas en mi familia nuclear, crecimos “sabiendo” que había diferencias que obligaban a cada quien a saber bien cuál era su lugar.

Recuerdo que recién mudados a la casa donde viví hasta el final de mi adolescencia, había una familia indígena en la misma cuadra que nosotros. Antes de eso, los indígenas que habíamos conocido o eran personas que habían trabajado para nosotros, o de la tienda donde íbamos a comprar o que vendían las tortillas. Este caso era distinto: vivían en la misma cuadra. Nadie, nunca, nos prohibió jugar con los niños de esa familia, pero de alguna manera eso nunca pasó. Yo era un poco mayor que todos ellos, pero aún veo a mis hermanos jugando en la calle y a los niños de la familia indígena jugando en el otro lado de la cuadra. Cada quien en su lugar. Nunca mezclados. Era un código silente que todos sabíamos que debíamos mantener para conservar la armonía. En ese entonces, no sabía que eso también era racismo. Lo entendí hasta mucho tiempo después.

Contradictoriamente, el colegio de elite al que íbamos actuó como un factor igualador. En mi clase habíamos de todo: gente de dinero, gente de extracción más sencilla, mucha clase media; todos los colores y tamaños. Los “otros” eran los maestros extranjeros. Éramos además una clase un poco “salida”. Fuimos de los primeros en demandar que hubiera elecciones estudiantiles y un cuerpo de gobierno escolar. El primer presidente fue un compañero nuestro, muy especial. Brillante y con un intelecto finamente cultivado; hablaba sobre política, economía y ciencia con absoluta soltura a los 16 años. Y como él había otro par. Recuerdo las innumerables charlas de recreo y en los intermedios entre clases. Nuestro seminario de graduación fue una investigación sobre sociología de la música y cómo la preferencia por determinados géneros podía convertirse en un marcador de estratificación socio-económica. Yo fascinada. Lástima que no me di cuenta a tiempo de que por allí iba mi auténtica vocación: la sociología. ¿Pero cómo pensarlo? Una joven de colegio bien no estudiaba sociología, menos en medio de la guerra que desangraba al país.

Si, también los de mi clase fuimos –aunque de otra manera– niños y jóvenes de la guerra…

La guerra no nos fue ajena

Tomar conciencia que en Guatemala había una guerra no era fácil para una familia de clase media. Por un lado, la desinformación y el temor de hablar en casa de “esas cosas”. Por el otro, no pasaba “nada” cerca de uno. Hasta que comenzó a pasar…

Muy cerca de la colonia donde vivíamos habían tomado una casa que servía de “reducto” de la guerrilla. Nunca vi nada, pero aún recuerdo los sonidos. Las bombas, los disparos, la tensión en el ambiente. Mi abuela con el noticiero puesto todo el tiempo (otro vicio que heredé). Nos enteramos que nadie había sobrevivido. Al día siguiente, se decía en el colegio que el papá de una niña era uno de los fallecidos en el reducto.

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Luego, la muerte llegó más cerca. Creo que era hora de recreo cuando se comenzó a ver gente extraña en el patio de secundaria. Gritos de una alumna. La recuerdo bien. Nos habíamos ido juntas de intercambio una vez. Acababan de matar a su papá, y sus familiares habían llegado a sacarla del colegio. Uno de los grandes líderes del país había sido asesinado impunemente. Nunca me imaginé que muchos años después iba a tener el privilegio de trabajar junto a su hijo, Juan Alberto Fuentes Knight. En ese momento, Alberto Fuentes Mohr era el papá de mi compañerita de viajes. La guerra absurda lo había exterminado y con el dolor de ella, nos había tocado a todos.

Después, le llegó el turno a una compañera de mi propia clase. Recuerdo que estábamos en el campo de futbol jugando un partido (sí, en los 80, las niñas ya jugábamos fut en mi colegio) y nos llegaron a suspender el partido. Entró el director al campo y se llevó a F. Nadie decía nada, todas temíamos que ya sabíamos lo que había ocurrido. Nos enteramos al rato: Su padre, un médico y salubrista brillante había sido secuestrado. Un docente universitario destacado, renovador del currículum de la facultad de medicina, que permitió que los médicos guatemaltecos nos formásemos conociendo la realidad de salud de nuestro país. Apareció a los días; torturado, asesinado. Dejaron a cinco jóvenes huérfanas. Ya nadie estaba a salvo.

Sandra Sebastián

El colegio no volvió a ser el mismo. Recuerdo que los closets de la clase, que servían normalmente para guardar los bolsones y los útiles de arte, se vaciaron para alojar equipos de emergencia. Cada uno tuvimos que llevar una mochila de camping, con bolsa de dormir y una dotación básica de ropa, alimento enlatado y medicamentos, por si un día no podíamos salir del colegio por alguna escaramuza en el área. Recuerdo el año de mi graduación, 1982, tocaba baile de gala. Bailar el vals en una gran y elegante fiesta. Nuestra promoción no tuvo baile. Eran los tiempos en que el conflicto llegó a la ciudad. Me avergüenza un poco que algo tan trivial como un baile frustrado, sea un recuerdo tan trascendente de esa etapa de mi vida. Pero así era: Superficial. Vivía en una especie de burbuja que nos hacía flotar entre la guerra y la banalidad. El horror que recorría el campo no llegaba hasta nosotros, pero si estos terribles casos de la guerra que tocaron mi vida escolar de forma periférica habían hecho esta huella, ¿cómo no iba a hacerlo el entender años después lo que realmente había ocurrido en mi país?

Adolescencia interrumpida

No sólo la vida de mis amigas fue cambiada para siempre por la guerra. Recuerdo que pensaba: ¿El papá de quien iba a ser el siguiente? No importa si mi temor tenía basamento real o no, el miedo estaba allí, presente entre nosotros. Y a veces, no son los sueños sino los temores los que se hacen realidad. El siguiente en morir fue mi papá.

No, él no fue un mártir de la guerra. Mi familia no era simpatizante de la guerrilla. Todo lo contrario. A mi padre le afligía que íbamos a terminar “como Nicaragua.” La Revolución Sandinista había derrocado a Somoza apenas un par de años antes. En la mente de un hombre de familia acomodada era algo impensable que “su Guatemala” fuera a pasar por un proceso así. “Su Guatemala”, claro, era muy distinta de aquella donde sobrevivía la mayoría de la población, con hambre y sin oportunidades; víctima de un conflicto descarnado. Esa forma de pensar la veo todavía muy vigente en la actualidad y seguramente es una de las razones por las que no logramos salir del subdesarrollo, ni alcanzar una auténtica reconciliación. No logramos terminar de ver que vamos todos en el mismo barco y que si muchos están mal, al final no saldremos adelante como sociedad.

Mi padre, a pesar de ser un hombre brillante, era preso de sus pasiones, las cuales le pasaron factura a muy temprana edad; falleció de un infarto. Tenía la edad que yo tengo ahora, así que escribir esta estampa no está siendo nada fácil. Una muerte prematura, catalizada por las presiones de salir adelante en una economía que lentamente sucumbía a los costos de la guerra, en medio del cambio de modelo económico que ya se insinuaba a inicios de los 80, y donde la corrupción era tan rampante como la que hay ahora, pero en la época de los gobiernos militares no se hablaba de esas cosas. Alguien decidió quedarse con la parte que le correspondía a él, luego de  haber construido un barco. ¡Qué tu “Estado de Derecho” ni qué nada! No hubo juez que reparara tal  impunidad.

La presión fue demasiada, su corazón no resistió. Quedó una madre con cuatro hijos, la mayor apenas de 16 años. Me tocó posponer mi adolescencia y abandonar mis planes. Un par de días antes habíamos hablado con mi padre que lo que yo quería hacer era irme a vivir y estudiar la universidad en Alemania. No quería saber más de Guatemala y su guerra. Quería vivir en una sociedad diferente. Ya había vivido antes allá y me había encantado.

Cuarenta y ocho horas después de esa conversación, todo había cambiado. Para siempre. Los sueños y los planes se quedaron en salmuera. Una nueva era había comenzado para mí y mi familia. Eran años muy duros para sacar adelante una familia, especialmente cuando hacía más de una década que una mujer de mediana edad había tenido su último empleo remunerado: Guerra, inflación severa, devaluación de la moneda, no había empleo, no digamos oportunidades laborales para las mujeres. La vorágine familiar y la que azotaba al país estaban totalmente entrelazadas. El golpe de Estado que dio Ríos Montt, fue en el año de mi graduación. Cada vez más se oía y se sabía lo que pasaba en el campo. Como les contaba antes, no tuve baile de graduación. Todo suspendido por la guerra. Entré a la Universidad el año del golpe que le dio Mejía Víctores a Ríos Montt. Todavía había desapariciones forzadas y asesinatos de estudiantes y docentes en el campus de la Universidad de San Carlos (USAC). En ese entorno decidí estudiar medicina y llegué a la mayoría de edad.

Mensajes que marcan

Otra de las oportunidades que mis padres me ofrecieron fue viajar desde muy pequeña. Conocer mi país, pero también otros países y su cultura. Recuerdo en especial mi primer viaje sola; fue en un programa de intercambio. Tenía como 12 años. A esa edad, vivir tres meses con una familia extraña, intentando hablar un idioma que no es el materno y acoplarme a esa cultura, fue una experiencia que marcó mi vida para siempre. Una noche, conversando con mi familia anfitriona sobre el futuro, les planteé que mi sueño era irme a vivir y estudiar permanentemente a Alemania. Ya no recuerdo cuánto me habré quejado de cómo era todo en Guatemala, pero seguro que lo hice. Sin embargo, una de las enseñanzas más grandes de mi vida, la recibí esa noche. Vino comprimida en una frase, que compartió conmigo mi familia anfitriona: “Vergesse nie die Heimat wo deine Wiege stand; du findest in der Ferne kein zweites Heimatland (“Nunca olvides la tierra donde están tus raíces, nunca encontrarás en la distancia una segunda patria).”

Éste es un tema en el cual mi visión y comprensión del mundo sí ha cambiado mucho con los años. Cada vez me siento menos ciudadana de un solo terruño, para sentirme centroamericana, latinoamericana y sobre todo, ciudadana del mundo. Somos corresponsables del destino del planeta y los nacionalismos cada día son más absurdos. Sin embargo, a los 12 años de edad, la frase me impactó mucho y sospecho que se convirtió en un ancla. No la procesé de inmediato; fue con los años que fue calando. Nunca la pude olvidar y creo que ha ejercido una poderosa influencia en las decisiones que he tomado para mi vida hasta el día de hoy. Cada vez que se ha presentado la disyuntiva, este micro poema regresa a mí.

La primera vez que me planteé irme de Guatemala fue cuando estaba terminando el colegio. Pero mi papá murió y se truncó aquel plan. La segunda, cuando apliqué a las becas que ofrecía mi colegio, pero otros las ganaron. Esos fueron golpes duros, que asimilé con dificultad pero fue por ellos que tuve finalmente la opción de entender mi país y compenetrarme con sus desafíos.

Años después, cuando cursaba estudios en el extranjero, me ofrecieron una beca completa para hacer el doctorado; debía quedarme a vivir en Inglaterra, donde hice mi maestría y curse estudios avanzados en investigación social, por cuatro años más. Fue difícil, pero dije que no. Rechacé la beca. Siempre fui de la postura que el caudal de oportunidades que la vida me había dado: estudiar, viajar y vivir dignamente debía retribuirlas a Guatemala. Nadie se pone a pensar que el costo de una beca de maestría o doctorado en el extranjero es muy alto, y que nuestro país termina pagándolo de una forma u otra; por eso, un profesional formado en el exterior gracias a una beca está más que obligado a retornar a su país para aplicar lo que aprendió.

Sandra Sebastián

De todas maneras fue un dilema: ¿Quedarme o volver a Guatemala? Yo presentía que si me quedaba en Inglaterra, no volvería más. Estaba por firmarse la Paz y tenía la convicción de que tenía que contribuir a que mi país, que finalmente terminaba la guerra, donde ya no habría más violencia (eso creíamos en ese entonces), nos diera un mejor futuro a todos.

Recuerdo la cara de mi supervisora de doctorado cuando rechacé la beca, cuando le dije que me volvía a Guatemala. ¡Cómo! –me dijo–, ¿te das cuenta que hay muchos esperando una oportunidad así? Era yo, en ese entonces, bastante soñadora. La decisión que tomé hace 20 años, cambió –una vez más– el rumbo de vida. Nunca más he vuelto a tener condiciones para plantearme hacer un doctorado; dedicarme tiempo completo a estudiar, pensar, investigar y escribir una tesis. Varias veces he pensado ¿cómo sería mi vida ahora si me hubiera quedado a vivir en Inglaterra? Otras veces me consuelo pensando que he escrito y hecho tanto, que bien podría equivaler ya a un par de doctorados. Luego, aterrizo en la realidad y reconozco todo lo que me falta por aprender y renace la ilusión de que tal vez, más adelante, pueda hacerlo todavía; cuando mis hijos crezcan y tomen su camino. Cuando no haya tantas cuentas por pagar. Por el momento, confieso que la nostalgia me invade cada vez que un estudiante de doctorado me pide una entrevista, una asesoría; pienso en este sueño mío aún no cumplido.

Cuando mataron a Monseñor Juan Gerardi sí pensé en irme en definitiva. La ilusión de todo lo que representaba la firma de la paz fue mancillada por ese horror. ¿Cómo era eso que firmamos “la paz permanente y duradera” y asesinaban a alguien que trabajó como pocos para sentar las bases para la reconciliación del país? Mi desencanto fue tal que decidí emigrar definitivamente. Escogí Portugal como destino para comenzar de nuevo. “Aquí no hay remedio”, me dije. Sin embargo, la vida nuevamente hizo lo que quiso: en pleno proceso de aplicación para emigrar, en mi afán de estudiar portugués y prepararme para buscar oportunidades en Lisboa, conocí a quien llegó a ser el padre de mis hijos. Ya no me fui, y por algunos años pensé que ese deseo había perdido para siempre  su lugar en mi vida.

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Tuvo que venir otro gran golpe, uno de los más duros, para hacerme sentir las ganas de marchar nuevamente. Fue cuando me separé del padre de mis hijos. El dolor que sentía era tan intenso, tan profundo, que pensé que sólo alejándome de todo lo conocido y compartido se me iba a quitar alguna vez. Sin embargo, y gracias al apoyo y amor de gente incondicional en esos duros años luego de la separación, logré hacer que el sentido común prevaleciera. Emigrar, con dos bebés de brazos, y el alma totalmente rota, es tal vez lo más insensato que se me ha ocurrido en la vida. Así que me quedé en Guatemala. Era el año 2004. De entonces para ahora, son ya dos veces más que la vida me lleva de un lado a otro por temporadas, pero sin permitirme nunca que me lleve mi ombligo del todo de esta tierra.

Una carrera nunca imaginada

Me pregunté mil veces qué iba a ser cuando fuera grande. Tenía como nueve años e imaginaba que iba a trabajar en las Naciones Unidas. Quería ser traductora de idiomas; ayudar al mundo a comprenderse. Ese era mi sueño. Terminé trabajando para la ONU por una década, pero en papeles y posiciones muy distintas a las que imaginé de niña. No sé si ese era el presagio de que mi carrera iba a ser, en general, poco ortodoxa.

Pocos saben que me gradué de médica; y si bien siempre estuve entre las mejores de mi promoción, rápidamente descubrí que la medicina clínica no era lo mío. Al terminar el primer año en la facultad recuerdo que me dije: “Seguramente el año entrante me va a gustar más”. Así fue, año con año, hasta que llegué al final de la carrera y descubrí que existía la disciplina de la salud pública. Eso me permitió que no “colgara el título definitivamente”. Encontré, dentro de la profesión, cómo sentirme útil y ganarme la vida.

En realidad, yo debí haber estudiado ciencias políticas, sociología, o economía pero en la época que entré a la universidad aún estaba álgido el conflicto armado; era impensable para mi familia que estudiara una carrera así. Yo tampoco tenía muy claro qué eso era lo que quería hacer. Pienso ahora que debí haberme tomado un año antes de entrar a la universidad y clarificar mis ideas, pero en esa época y en mis circunstancias particulares, algo así, era impensable.

En mi promoción del colegio se dio un caso curioso: Fuimos siete los que entramos a estudiar medicina a la USAC; creo que eso influyó mucho en que optara por esa carrera; además, como me encantaba la clase de biología humana, tontamente pensé que me gustaría estudiar medicina. Conforme avanzaba en la carrera, más me desencantaba: no resistía ver encarnado el sufrimiento humano, la impotencia de no poder salvar una vida por la falta de condiciones e insumos para atender debidamente a los pacientes. Y, a diferencia de mis compañeros, no encontraba gusto de hacer un procedimiento médico, una sutura, una cirugía. Cada vez que podía, cedía mis turnos en emergencia o para hacer suturas. Mientras mis compañeros competían por “hacerse la mano”, yo lloraba cada vez que no me quedaba más remedio que introducir una aguja con hilo en el cuero cabelludo de un ser humano.

Prefería la guardia de encamamiento que me permitía al menos conversar un poco con los pacientes, conocer su historia médica. Lo más duro: cuando murió el primer paciente que tuve a mi cuidado. No he olvidado a don Pablo Ixim Choc. No se pudo hacer nada, su leucemia, ya estaba muy avanzada cuando se diagnosticó. Lloré mucho tiempo.

Fue en el Ejercicio Profesional Supervisado (EPS) que descubrí que los médicos podíamos trabajar también en la promoción de la salud y la prevención de las enfermedades. Con ello, la oportunidad de soñar con una especialidad no clínica, en lugar de colgar la bata al graduarme. A fines de los 80 no se podía estudiar Salud Pública en Guatemala, había que salir inevitablemente. Me puse a buscar una beca. Difícil para una recién graduada, sin trabajo y sin contactos.

No podía aplicar a ninguna beca porque no tenía trabajo; en el trabajo, me pedían formación y experiencia; un círculo vicioso terrible para los jóvenes que están buscando oportunidades. Regresé desalentada con uno de mis profesores, un jefe de servicio de cirugía, y le conté mi inquietud por irme a estudiar salud pública fuera del país; que muchos médicos me habían cuestionado que no escogiera una especialidad clínica, y también que no podía llenar los requisitos por la falta de un trabajo. Aún resuenan sus palabras: “Patoja, no te preocupés, estudiá salud pública; total, tendrás un marido que te mantenga. Vení, te voy a ayudar con lo del trabajo para que podás optar a una beca”. El doctor Fernández fue providencial para convertir mi sueño de ser salubrista en una realidad.

Por un lado, estableció el contacto para que me aceptaran como pasante en un proyecto que recién iniciaba en el Ministerio de Salud con el gobierno de la Democracia Cristiana. Un proyecto dedicado al análisis y reflexión sobre la política sanitaria que sirviera de soporte técnico al Ministro para la toma de decisiones. Financieramente fue muy duro; un año de pasante ad honorem. Al salir del trabajo, tenía que ir a dar clases particulares para tener algunos recursos propios con qué mantenerme. Pero fue una escuela única, donde desarrollé mi comprensión sobre la salud y sus determinantes, aprendí a recolectar y examinar información, analizarla e interpretarla. “Interrogar el dato” se volvió una máxima; “no conformarse con lo que te digan,” fue la otra. Aprendí lo que es el pensamiento crítico, la reflexión sistemática. Mis estándares de exigencia para con la calidad del trabajo –que ya los traía altos desde el colegio y mi casa–se elevaron en ese ambiente lleno de intelectuales y pensadores de la salud como lo fue Ronaldo Luna y lo es Miguel Ángel Garcés. ¡Ese año fue como hacer una maestría antes de la maestría!

El desafío permanente de “dar la talla”

Estoy acostumbrada en mi vida profesional a ser casi siempre la única o de las pocas mujeres en medio de un equipo de hombres. Casi siempre, han sido ellos altamente calificados, competitivos y reconocidos públicamente por sus cualidades. En el Informe de Desarrollo Humano no fue la excepción. Trabajar por cinco años como asesora técnica para políticas sociales y redactora del Informe, a la par de Juan Alberto Fuentes Knight y Edelberto Torres-Rivas, fue un enorme privilegio. Fueron años de mucho crecimiento intelectual; de aprendizajes en paleta, y de intercambios y polémicas que fueron terminando de cincelar mucho de mi actual forma de ver el mundo y el desarrollo. No digamos que a ambos los considero dos de los más queridos y admirados amigos y maestros que he tenido.

Fue un duro golpe para todo el equipo cuando Juan Alberto renunció a su cargo en 2005; estábamos arrancando un nuevo informe sobre etnicidad y corríamos el riesgo de que se truncara el proceso por su salida. Entre el Representante del PNUD y él, tomaron la decisión de dejarme a mí a cargo. Recuerdo, no obstante, que mucha gente, que siempre me consideró nada más que la “asistente de Juan Alberto”, y no una profesional con mérito propio, se cuestionaban si iba a “dar la talla” como responsable de conducir tan prestigioso Informe. Siendo honesta, yo también me lo cuestionaba. Juan Alberto había dejado una vara muy alta y con ella, me iban a medir a mí.

Sandra Sebastián

Eran pocos los que creían que sí podía asumir exitosamente tanta responsabilidad. Fue difícil para el equipo ajustarse al cambio de líder y de estilo de liderazgo. Sentir cuestionados y comparados todos mis actos y decisiones no fue fácil. Pero encontramos entre todos el punto medio y salimos adelante. Tres años fui Coordinadora del Programa, y me llevé muchas satisfacciones; entre ellas, ganar un reconocimiento del PNUD a nivel internacional por la calidad de análisis de nuestro Informe 2005.

Luego de eso, hasta los más escépticos se convencieron que Karin “sí las podía”. Es duro que le toque a una demostrarlo todo el tiempo, cuando vemos pulular a tanto incompetente que, por el solo hecho de ser hombre, lo ponen en un puesto de dirección. Esta situación se exacerba cuando se asume el reto de un puesto en la administración pública, como fue convertirme en Secretaria de Planificación y Programación de la Presidencia (SEGEPLAN).

De médica a Secretaria de Planificación

Pocos saben que cuando asumí el puesto de Secretaria General de SEGEPLAN, ni era integrante del partido de gobierno, Unidad Nacional de la Esperanza (UNE), ni amiga del expresidente Álvaro Colom, ni del doctor Rafael Espada o de la señora Sandra Torres. Fue la sugerencia de Patricia Orantes, exsecretaria, y de Juan Alberto Fuentes Knight, quien se desempeñaba como Ministro de Finanzas, la que hizo que se  fijaran en mí y me consideraran, cuando ya el expresidente Colom había decidido sustituir a la persona que había designado para dicho puesto al inicio de ese gobierno.

Para alguien que desestimó una carrera como médica clínica, conforme lo mandaba la convención social, para perseguir su sueño de servicio público, desempeñar un cargo de esta naturaleza fue una inesperada oportunidad y un enorme privilegio. Tocaba tratar de hacer desde el Estado, lo que predicábamos en los Informes de Desarrollo Humano. Fue así como, contra la recomendación de mucha gente, y la extrema preocupación de mi familia, decidí aceptar el reto. Agradezco en particular a Patricia Orantes y a mi estimado Ricardo Stein (qepd) haberme animado a decir que sí.

Hubo algunas ideas que logré poner en práctica. Una de las que más atesoro fue aplicar el discurso de la equidad de género que aprendí en casa y de la acción afirmativa que prediqué muchas veces desde las Naciones Unidas a la hora de integrar mi equipo. Fue así que decidí reunir a un conjunto de mujeres subsecretarias: todas competentes, valientes, comprometidas y extremadamente trabajadoras con las que sacamos adelante el reto de remontar el sistema nacional de planificación del país, una de las mayores satisfacciones que dejó dicha experiencia. Por supuesto, no fue todo miel sobre hojuelas; hubo fricciones, desavenencias y desafortunados fraccionamientos dentro del equipo; pero también nos llenamos de historias maravillosas de lucha compartida, de sororidad y risas con los pequeños resultados que acumulábamos. Con algunas de ellas se forjaron lazos de amistad que perduran a la fecha.

Indiscutible es que hay mucho que aprender todavía respecto a cómo las mujeres en posiciones de liderazgo y autoridad ejercemos tal rol, y cómo las demás a nuestro alrededor lo viven e interpretan. No es fácil hacerlo en un medio tan machista y conservador como el nuestro; nos pone siempre en la posición de demostrar nuestra competencia y si se ejerce autoridad y mando, se nos cuestiona y critica implacablemente. A pesar de ello estoy convencida que si queremos sacar al país del pantano en que está sumergido, un paso necesario e indispensable, es que más mujeres ocupemos puestos públicos y ejerzamos el poder político y económico en las próximos años.

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