Son las que están prestas a entenderte a las 3 de la mañana porque a esa hora te ganó finalmente la partida la ansiedad. O cuando no dejás de dar vueltas en el carro para alargar el camino de regreso para hablar otro momentito. Son aquellas a las que les decís que necesitás vomitar de nuevo la historia repetida una y otra y otra vez y te dicen: «Vení cuando querás». Somos siete mujeres una noche (¡escandalosas a mucha honra!), y en nuestras pláticas hay una identificación en la complicidad de reconocernos en un vínculo que nace, entre muchas otras cosas, de la empatía de saber que nuestras sociedades laceran cotidianamente nuestra dignidad y sin embargo nos sobreponemos porque nos rehusamos a que nos digan cómo vivir. Vaya si no. Es tu mamá cuando te dice que sabe que te han hecho daño y te asegura, por experiencia propia, que hay una fuerza interna que brota para luchar. Esa fuerza y esa lucha son colectivas. Porque no somos una o dos. Somos todas y no estamos solas.
Así mis días. Entre las dinámicas propias veo pasar las fotos de las jóvenes que desaparecen en este país. Una es ya demasiado, pero son tantas, a cada hora. ¿Adónde van? Leo los comentarios sobre la aparición de Lucía Samayoa y hashtags como #MachismoEs y me doy cuenta, con rabia profunda, de que hay quien se ríe de nosotras y lo hace a sabiendas de lo letal que es legitimar vulgar e idiotamente la violencia que vivimos las mujeres. De alguna manera es aplaudir al violador, al asesino, y reírse de los golpes y las humillaciones de todas. Bravo. ¿Ridícula? ¿Feminazi? ¿Necia? ¿Radical? ¿Histérica? ¿Loca? Usted, compañero, ni se imagina cuántas otras cosas podemos ser.
Nos defendemos a nosotras mismas de sus ataques y del consentimiento silencioso y cómplice de una sociedad que calla, que juzga, que se regodea con las noticias de mujeres, mientras se baña en doble moral en un Estado que no mueve un dedo para defender nuestras vidas y que muchas veces ha sido ese asesino, ese violador, esa justicia que vuelve a apalear a quien ya fue víctima una vez. Nos debatimos en una pelea a varios frentes, cada día, en el trabajo, con la pareja, en la casa, en el bus, contra el miedo que nos encoleriza sentir cuando debemos cruzar una calle con hombres de miradas lesivas y comentarios soeces. Contra el miedo a ser violadas, a morir torturadas y a aparecer por pedazos, pero también contra el terror que supone dejar de callar y poner el dedo en las prácticas y en los hombres violentos y machistas. También luchamos contra nosotras mismas, contra lo que hemos aprendido a ser: las que aguantan y callan, las que se disculpan para estar bien, las que mienten y esconden lo que realmente quieren.
Estamos en guerra, sí. Son nuestra vida, nuestra libertad y nuestra plenitud por las que combatimos. Nos reservamos el pleno derecho de reivindicar diferentes trincheras y la diversidad de formas para defendernos. Optamos por las que mejor nos plazcan a cada una. Nos corremos el riesgo de enojarlos y de que sus reacciones los evidencien, pero, ni modo, mejor. No se angustien. No somos amargadas. Las mujeres hemos aprendido que la resistencia también pasa por la alegría y la carcajada. Asumimos los daños colaterales: la soledad y la autonomía, los insultos y nuestra voz —bien alto para que se escuche bien—, las críticas y la reflexión profunda sobre quiénes realmente somos y queremos ser.
Han convocado para el 19 de octubre, desde Argentina y México, a rechazar cualquier práctica violenta, cualquier asesinato brutal de las mujeres alrededor del mundo. En Guatemala también. Ese día nos vestiremos de negro y nos encontraremos en las redes y en la plaza. Razones hay como nombres de mujeres en este país.
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