El volcán dormido
«Guatemala es un país de abogados», me decía un amigo hablando sobre sus colegas. ¿Guatemala es algo más que abogados? Tantos debidos procesos, papeles amontonados, olvidados. Tantos trámites. Tanto sufrimiento. Pero esto no es un problema de mejorar los procesos y la contabilidad. Las leyes que se vienen amontonando en la Constitución desde el año cero de la república comparten la misma raíz, un mismo origen. Guatemala es un país imaginario.
En Guatemala, como en gran parte del mundo, las estructuras del Estado tienen su inicio en el Estado colonial. La extracción colonial dividía entre ciudadanos y no ciudadanos, entre los que merecían y los que no. El Estado nace apropiándose del fruto del trabajo de muchos y distribuyéndolo entre los pocos. Los políticos, burócratas e inversionistas de ese entonces trabajaban juntos para asegurar su reproducción en un sistema que operaba en la desigualdad. Cualquier parecido con la realidad en el presente no es una coincidencia. Las máscaras cambian, pero las estructuras y las raíces quieren parecer permanentes. El Estado fue construido y funciona para la extracción de vida. El problema, por lo tanto, es infra-estructural y no puede quitarse con simplemente remover la cabeza del llamado poder. Sea comediante, militar, inversionista o burocracia heroica del extranjero, las mismas lógicas y economías morales —la famosa corrupción— permanecen. El estado del volcán —o el volcán del Estado— es uno en extinción, uno que se hace a ojos cerrados. El volcán le está haciendo un llamado a la gente del mundo. El Estado dormido mata por su ausencia. La burocracia representativa no representa. Necesitamos reapropiarnos de la democracia. Una democracia basada en las acciones directas del presente que hacemos todos los días.
En este estancamiento desigual y burocrático, resulta casi imposible hacer fluir el poder, las acciones. Llamar a oficinas inoperantes, hacer colas eternas, una persona detrás de la otra. Las personas son vistas como un obstáculo en lugar de potenciales colaboradores. Cada institución se percibe como una capa de rocas inamovibles. No hay movimiento. Si hay accidentes, si hay asesinatos, si hay problemas, la roca es roca. ¿Quién la va a levantar? Día a día accionamos en el poco espacio que nos queda como ciudadanos de una nación que se hunde en su propia burocracia desigual. Se hunde hasta el momento en que empieza a llover ceniza y el agua se torna negra.
La erupción
La lava, la destrucción total, la impotencia. El cambio. La erupción era un fenómeno predecible e impredecible a la vez. Los pobladores de las aldeas cercanas no pudieron más que improvisar, más que hacer lo que en ese momento surgió. Trasladarse de un lugar a otro, desafiar los límites de la seguridad y arriesgarse hasta en los momentos en que el flujo piroclástico ya se venía encima.
De pronto pueden accionar y hacer algo con lo que sucede. Renuevan la capacidad de injerir, de transformar y decidir.
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De pronto, con la lava, se derriten el Estado y el Gobierno. Es un momento desolador, de desprotección total. Desatendidos, desgobernados, si todos siguiéramos las leyes que nos rigen, nadie habría movido un dedo hasta no recibir instrucciones. Pero eso no fue lo que sucedió. La erupción no fue únicamente geológica. Fue social.
Hervor de la sangre: efervescencia es un término que se utiliza en sociología desde el siglo XIX. Es una palabra mágica que describe un gran descalabro colectivo capaz de despertar revoluciones creativas: viajes arriesgados para salvar vidas, donaciones espontáneas. De pronto hay un despertar del sentido colectivo. Tiene sentido que yo interrumpa mi rutina, que dedique mi tiempo a un centro de acopio. Acciones que muchas veces se describen coloquialmente como hacer patria. Suena extraño reconocer que las acciones para hacer la nación no se realizan a diario. Toda la burocracia, todos los debidos procesos, no encajan. ¿Por qué?
Empacar víveres, clasificar ropa, cocinar en conjunto, caminar en la plaza. Todas son acciones tangibles que permiten interacción y colaboración. Son corporales. Puedo estar físicamente con todas estas personas que conforman la nación en un plano distinto de interacción. Sin embargo, todas estas acciones quedan en un estatus de beneficencia, de apoyo inmediato que no llega a lo estructural, a la raíz. La lava llega a la raíz.
¿Qué pasaría si, en lugar de tomar este escenario efervescente como acción caritativa, lo tomáramos como una semilla para transformar y ejercer el poder desde estas otras formas de organización participativa?
El volcán activo
El Estado es como un padre ausente y abusivo. Han llovido denuncias de voluntarios en los centros de acopio que demuestran cómo la intervención gubernamental en el manejo de las donaciones entorpece el proceso más que apoyarlo. Los voluntarios han denunciado que los agentes del Gobierno quieren almacenar medicamentos y apropiarse de lo que puedan. Llega el momento en el que los voluntarios tienen que evitar que el Gobierno controle el desastre. El desastre de nación. Cuenta la leyenda en Twitter que hasta los mareros están ayudando.
¿Es que necesitamos voluntarios permanentes? ¿Cómo podemos retomar la política que nos quitó la corrupta burocracia? Hay que dejar que los valores salgan de la compasión y de la empatía para ejercerla todos los días.
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Esto no es una simulación. Catástrofes como la del volcán de Fuego traen desgracia y un nuevo comienzo. Destrucción creativa. Muerte y vida. El ejercicio de democracia que están haciendo las personas intentando apoyar a los afectados es la semilla de otra manera de vivir, una en la que nos importa el otro, porque al final el todo nos afecta a todos. Ricos y pobres. Mujeres, hombres y todos los demás. Demuestran que el poder no reside solamente en el Estado. El volcán es uno. No necesitamos poder porque ya lo tenemos. El poder está en la gente. La efervescencia, la comunidad, la democracia participativa que ejercemos son una manera de ocupar las instituciones, usualmente excluyentes. Somos independientes de los gobernantes. Parafraseando a Mujica, o aprendemos a gobernarnos a nosotros mismos y las relaciones que tenemos con los demás, o sucumbiremos. Los desastres naturales son históricamente los ecualizadores más grandes. Nos hacen más iguales. Todos sufrimos. Todos somos vulnerables. Guatemala llora sangre y estamos paralizados. El volcán quizá está queriendo decirnos algo. La lava nos hace fluir juntos.
El poder está en nosotros, pero cada persona tiene entonces un papel en la cadena de acciones. Cada persona puede salvar vidas, puede transformar un contexto, puede distribuir información sobre lo que sucede. Nos exige ser más responsables: por ejemplo, cuestionar si estamos compartiendo noticias falsas o reconocer a quiénes apoyamos con nuestras acciones. Nos exige querernos. Esta nueva forma de asociarnos nos permite sostener un flujo constante, evitar el estancamiento previo. La tierra alrededor del volcán es la más fértil para crear y reproducir la vida.
Nuestra visión es que las consecuencias de esta catástrofe permiten transformar el espacio burocrático de líneas y cajas de atención en procesos circulares de apoyo mutuo. La democracia participativa romperá las cajas hechas por la burocracia representativa. Todos debemos representarnos y estar representados. Es necesario participar en el proceso de decidir cómo vivir. La continuidad, el hábito de vivir diferente, es una práctica que solo se puede hacer en el día a día. Porque las catástrofes siguen, las naciones siguen y está en nosotros transformar las estructuras que inhiben nuestras acciones.
En este territorio que llamamos Guatemala hay muchas naciones y un Estado. En él es posible encontrar otras maneras de vivir y actuar. ¿Cómo reconocer el valor de esas alternativas para relacionarnos entre nosotros? Hay formas de organización que han estado latiendo en resistencia desde hace siglos. Es momento también de cuestionarnos y de construir el momento para regresar al corazón de todos.
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