¿Estado fallido o sociedad fallida?

Para el caso de una sociedad como la guatemalteca, tan carente de identidad nacional y con tantos clivajes profundos de conflicto que nos dividen sistemáticamente, la historia es mucho peor: nunca logramos consolidar un marco institucional que pueda garantizar un mínimo de condiciones institucionales para alcanzar la solidaridad entre los miembros de esta sociedad, algo que algunos teóricos denominan «comunidades imaginadas».

Por ello, cuando ocurren crisis institucionales de la envergadura actual, es inevitable pensar cuál es la ruta que debe transitar esta sociedad para garantizar un mínimo de reglas e instituciones que funcionen de forma generalizable, de manera que establezcan el mínimo vital para empezar a generar una solidaridad entre todos los miembros de este país. Pensar de esta forma parece atrevida, por no decir inviable: ¿sentar en la misma mesa a empresarios y movimientos sociales de resistencia? ¿O a los sectores militares con los miembros de la exguerrilla? ¿Cómo generar puentes de diálogo entre los libertarios y los revolucionarios?

Hay en Guatemala una larga lista de grupos que en su vida se sentarían con quienes consideran sus enemigos acérrimos, aquellos a los que ni siquiera se les otorga el beneficio de la duda o la cortesía para escuchar sus puntos de vista. Por ello, en una entrevista periodística, un gran pensador guatemalteco como Edelberto Torres hablaba de que Guatemala parece una «sociedad fallida», incapaz de encontrar la vía para solucionar sus propios y profundos problemas.

La esencia de la crisis actual es esa intolerancia social y política que corroe hasta los huesos a los actores políticos de este país, lo que provoca grandes divisiones a la hora de tomar decisiones sobre cómo reformar las instituciones, planificar nuestras prioridades públicas para los próximos años o siquiera proyectar un mínimo de pasos que nos permitan garantizar un mínimo de gobernabilidad y de respeto mutuo.

La salida fácil es exigirle a la vicepresidenta que renuncie, como una muestra mínima de coraje y dignidad, algo que parece que no encaja en el actual esquema de valores de nuestras máximas autoridades. Pero aun si Roxana Baldetti decidiera oír su conciencia, su renuncia no solucionaría absolutamente nada: el panorama seguiría siendo igual de sombrío, ya que lo único que podría significar una esperanza es trazar la ruta que permita fortalecer la institucionalidad democrática de este país y reducir los enormes grados de discrecionalidad que permiten nuestro sistema político actual.