La llevaron a un período histórico, sin temor a equivocarme, mejor que el anterior, pero que no cumplió con ninguna de sus promesas. La normalización democrática prometía prosperidad económica, convivencia pacífica y fortalecimiento institucional, pero nos trajo lo contrario: profundización de la pobreza extrema a pesar del crecimiento del 3 %, altos índices de violencia urbana, conflictividad social y debilitamiento de las instituciones públicas, que deberían estar encargadas de otorgar las garantías sociales mínimas a la población.
El espionaje, la intromisión en la vida privada y la persecución política han sido prácticas contrainsurgentes que han permanecido por mucho tiempo en las entrañas del Estado guatemalteco. Y parecía que con el retorno de la democracia llegarían a su fin en la medida en que esta se asentara en las distintas esferas públicas y privadas de la sociedad. Sin embargo, tras 33 años, esto no ha sucedido. La toma del Estado revelada oficial y públicamente entre 2015 y 2018 fue la antesala para recordar una vez más, en las palabras de Tito Monterroso, que «el dinosaurio todavía estaba allí». Esta semana Coralina Orantes y Luis Ángel Sas han estado publicando en Nuestro Diario una investigación que explica cómo desde 2012 el Estado guatemalteco, a pesar de las jornadas y movilizaciones en contra de la corrupción, ha venido implementando un sistema de vigilancia para espiar y monitorear a empresarios, políticos, periodistas, diplomáticos y dirigentes sociales a través de celulares y redes sociales. En pocas palabras, con dinero público ha financiado una política de intromisión y persecución de disidentes políticos similar a la del pasado, dirigida contra todos aquellos que considera opuestos al poder oficial sin distingos de ideología o de clase y con un común denominador, según la investigación de Orantes y Sas: alentar la lucha contra la corrupción y las manifestaciones sociales.
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Esto confirma que no son casualidad el acoso de los netcenters a los partidarios de la lucha anticorrupción y antimpunidad por medio de redes sociales ni las confabulaciones que se inventan para convencer a una sociedad subdesarrollada de la normalidad de la corrupción. Y se ha llegado al descaro de justificarla asegurando que con combatirla se afecta la economía nacional: una estrategia común de los grupos de poder ilegítimos, que, actuando desde una lógica de control hegemónico del poder, tienen la costumbre de ordenar desde la generalidad las razones por las que mandan. Esto, básicamente, consiste en convencernos de que somos tan corruptos como ellos y en coaccionarnos para que aceptemos un país en esas condiciones. Su propósito, en primera instancia, es desmoralizar a la sociedad y su fin último la revalidación de su control social, político y económico.
En esta ocasión, la vigilancia por parte de los aparatos de inteligencia del Estado se concentró en una lista de líderes, personajes públicos y activistas pertenecientes a distintas organizaciones y sectores sociales, políticos, económicos e institucionales que se desenvuelven, principalmente, en las áreas urbanas del país. En esa lista figuraba mi nombre. Pero, más allá de mi indignación, de la gravedad que implica que las instituciones que deben protegerme hayan violado mis derechos y de la denuncia pública de los responsables que llevo a cabo en esta ocasión, he reflexionado al respecto y he concluido que hasta en estas incómodas e injustas situaciones persisten la desigualdad y el racismo estructural: a nosotros, los que buscamos un mejor país para la gente en las áreas urbanas, nos espían, mientras que a los líderes indígenas y campesinos que quieren refundar el Estado los matan. Justicia para ellas y ellos también. Por eso es sumamente despiadado que se hayan gastado 90 millones de quetzales para eternizar la conducta represiva del Estado, cuando la red de servicios públicos está deteriorada y colapsada, cuando millones de personas viven en la pobreza extrema y otros tantos millones migran periódicamente al extranjero para lograr sobrevivir. El día que dejemos de escandalizarnos por las medidas de espionaje, intromisión en la vida privada y persecución política y no movamos un dedo contra estas, ellos habrán ganado definitivamente. No podemos permitirlo por nosotros y, sobre todo, por los que vendrán.
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