La muerte violenta del estudiante del Colegio San Sebastián, Leonel Alejandro Guillén Sosa, es una de ellas. Su deceso nos pone frente a la dolorosa sensación de la pérdida intempestiva de toda la alegría, vigor y esperanza que un joven en esa edad puede transmitirnos.
Según nos lo revelan las últimas informaciones Leonel Alejandro no salió a la caza de un ladrón porque le habían sustraído algo estimado e indispensable para su vida juvenil, como habría sido el robo de su teléfono móvil. ¡No!, fue herido de muerte porque cual Quijote salió impetuoso a reparar una injusticia: a un transeúnte tal parece lehabían hurtado su aparato. Lleno de vida, entusiasmo e inocencia se imaginó capaz de reparar el daño, dando alcance al bandolero quien, puesto a la defensiva, disparó posiblemente la única bala que en su oxidado revolver poseía. ¡Y la turba atacó y vapuleó al supuesto maleante! quien como sabemos, murió a consecuencia de los golpes.
Contrario a lo que la doctrina individualista y revanchista predica, el supuesto maleante no pagó socialmente el daño causado, pues al morir se nos negó la posibilidad de juzgarle y hacerle responsable consciente de su crimen. Leonel Alejandro pagó con su vida el impulso ingenuo, tal vez, pero digno, de querer proteger al desvalido y resolver las injusticias de nuestra sociedad.
Los pormenores del hecho son aún confusos, pero es evidente que los estudiantes no imaginaron que el raterillo fuese armado y, mucho menos, que fuese a dispararles. En su deseo ingenuo por cambiar el mundo se lanzaron a combatir el crimen, sin más resguardo y protección que su propia inocencia. Pero inmediatamente salieron a relucir los instintos más violentos y más bajos, estimulados nuevamente por el discurso permanente de que la justicia se hace con las propias manos y pies. En lugar de detener al agresor y entregarlo a las autoridades, ofreciéndose como acusadores, los estudiantes estimulados ya por una turba, dieron de golpes al supuesto asaltante, en ese momento ya incapaz de usar el arma.
Diego Armando Monzón Pereira llamábase el agresor vapuleado, otra víctima de un sistema social y jurídico donde las leyes no se respetan, mucho menos se hacen cumplir, hundiéndonos en una selva de pasiones donde hasta jóvenes supuestamente escolarizados y cristianos pierden la noción de la justicia y la razón y se convierten en públicos y autónomos verdugos, felices de descargar sus pasiones vapuleando al supuesto transgresor. Con sus golpes y patadas al rosto y cuerpo del agresor no devolverían la sangre y la vida perdida a Leonel Alejandro, en cambio, se igualaron en brutalidad e ignominia con el ilegalmente vapuleado.
Duro trabajo tienen ante sí los directores y docentes de los colegios y centros escolares donde el tema se discuta y analice. Pues deberán enseñar, con hechos, que si bien debemos defendernos y proteger a los otros, no por ello tenemos que ser quienes apliquen y ejecuten las sanciones.
Recientemente fueron asesinados a tiros dos niños cortadores de café, Marlon Wilfredo Pérez Mejía (15 años) y su hermana Heidi Andrea (9 años), cuando el camión que les transportaba fue atacado por sicarios. Así como Leonel Alejandro, Marlon seguro soñaba -dentro de su pobreza y miseria- con una vida mejor, y desesperado trató de proteger a su hermanita. Es muy posible que a Leonel le hubiesen indignado mucho más esas muertes que el robo de un celular a un transeúnte, pero lamentablemente estaba allí y, conforme con su juvenil mundo intentó, valeroso, impedir un daño al prójimo.
Vengan y luchen todos estos jóvenes por resolver las injusticias -tal y como recientemente se los pidió el Papa Francisco a los jóvenes católicos- pero no se conviertan por ello en autónomos verdugos. Si nos duelen los Marlon y las Heidi, nos duelen también los Leonel Alejandros. Pero no los queremos, ¡para nada! asesinos de los Diegos Monzón.
Cuánto he recordado ahora a Mariano Bonilla, otro egresado del San Sebastián, asesinado en junio de 1979, quien también a su manera quería cambiar el mundo y del que, a pesar de nuestras diferencias ideológicas y religiosas, llegué a aprender muchas cosas.
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