No se podía esperar menos. Afortunadamente, siempre ha sido así.
Smith, cuya estética inspiró al director Tim Burton para crear la figura de Edward Scissorhands, es, por decir un par de cosas, un profundo antimonarquista que idolatra a David Bowie. Smith sufrió recientemente la muerte de su padre, su madre y su hermano. Esta pérdida se reflejará, en sus propias palabras, en un álbum que será el lado más oscuro del espectro y que espera terminar antes de que concluya el 2019.
El pasado mes de marzo, The Cure ingresó al Salón de la Fama del Rock and Roll. En su discurso, Smith, fiel a su estilo honesto y sombrío, resaltó: «A pesar de mis mejores esfuerzos por ser alternativo, fuimos incluidos en el Salón de la Fama del Rock and Roll». Minutos antes había respondido con un elaborado «nada» la pregunta de una presentadora demasiado entusiasta en la alfombra roja sobre cuán emocionado estaba él por haber sido nominado.
En la misma entrevista de Los Angeles Times, Smith afirma: «Los años 80 fueron particularmente horribles, pese a lo cual prosperamos, ya que representamos una alternativa». Con esa frase lapidaria para una generación de cuarentones amantes de lo retro, Smith describe a cabalidad cómo, en medio de la superficialidad de sintetizadores y de melodías fáciles y simplonas, la necesaria dosis de oscuridad la aportaba su banda con ejemplos como una canción de cuna (Lullaby, 1987) de estilo tenebrista, que iba sobre ser devorado por arañas, o una tierna canción de promesas de amor mientras agonizaba dentro de una caverna (Lovesong, 1989).
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En dirección contraria, en el universo grunge de los 90, que entronizaba los dramas autoinfligidos de una generación doliente al mejor estilo de los poetas malditos (pero con mucho glamur), Friday I’m in Love (1992) se levantó como una burla a ese estilo trágico por su melodía atípica, pero destinada a crear afición —llevo 11 años bailándola con mis hijas cada viernes—.
Siguiendo la narrativa de 4:13 Dream, canciones como The Scream, It’s Over y Sleep When I’m Dead (2008) vienen a reafirmar un sentido profundamente gótico en sus letras, mientras la melancolía de Underneath the Stars me deja literalmente fuera de combate y The Hungry Ghost eleva una plegaria sobre todas las cosas que no necesitamos, como el precio a pagar por la felicidad.
Digamos que allá en 1997, en medio de mi romance con el ciclismo de montaña, los viernes solía frecuentar un taller de bicicletas en la Calle Larga de Cuenca, Ecuador, para preparar la excursión de cada domingo discutiendo las rutas y la logística, una botella de ron y un porro mediante, con un ilustre y entrañable grupo de desconocidos a quienes conocía por sus apodos. Y que la banda sonora de tan ilustres encuentros incluía canciones como A Forest (1980), que, como afirma Xavi Sancho en El País, suena cada año mejor y de la cual no me cabe duda de que podría ser la banda sonora de cualquier serie de Scandi Noir.
Y de esos recuerdos me quedo con un ascenso infinito hacia el páramo del Cajas por una ruta apenas cortada en la ladera de una montaña escuchando Just Like Heaven en los audífonos mientas va amaneciendo y Robert Smith promete: «Dancing in the deepest oceans, / twisting in the water, / you’re just like a dream».
Definitivamente no puedo esperar por la oscuridad, pero, mientras lo hago, me quedo con Watching Me Fall (2010).
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