En una esquina hay una pequeña mesa de madera desvencijada, dos sillas a los lados. Ella se sienta frente a mí, su hija de 15 años a mi derecha. Sobre la mesa hay una lata pequeña vacía y dentro hay una candela de las más baratas, con una luz que parpadea y evita que se vea lo sucio del piso, un montón de pequeños cartuchos que parecen volcancitos de los que se queman para las fiestas, y que luego me percato son los restos de puros que doña Rosa barre y acumula en una esquina del cuarto para que no me tropiece con ellos.
Coloca papel periódico en un extremo de los puros, me dice que extienda las palmas hacia arriba y me pasa los puros sobre las manos extendidas. Enciende el primero, empieza a murmurar una serie de cuestiones que no entiendo, en un ritmo repetitivo y lento. Me siento como si hubiera sido transportada, en medio de esa oscuridad y el parpadeo de la luz en esa semioscuridad humosa, a alguna época remota, en algún lugar en otro siglo, en otro milenio, quizá otra persona que no soy yo.
Doña Rosa me pregunta qué quiero saber, por qué la visito. Si he llegado por problemas en el trabajo, con la familia, con la pareja. No se me ocurre qué decirle porque más bien fui por casualidad y sobre todo, por curiosidad, pues he leído y escuchado sobre este tipo de consultas, pero nunca antes había asistido a ninguna. Le digo cualquier cosa y ella enciende un puro. Empieza a fumarlo y a decirme frases entrecortadas que, espera, yo confirme o niegue con la cabeza. Fuma, escupe literalmente a un lado y habla, así una y otra vez. Expreso un sí de vez en cuando para no decepcionarla mientras pienso en la gran cantidad de personas que ya antes, como yo ahora, han llegado a esta habitación, se han instalado en esta silla, han extendido las manos, les han fumado el puro, les han dicho lo que esperan oír pues en el piso hay cientos de estos pequeños cartuchos quemados. La hija de doña Rosa fuma también el otro puro y me pregunto cómo estarán los pulmones de esta niña que así ayuda a su madre.
Doña Rosa es una psicóloga empírica, que aprendió por necesidad necesaria. La pobreza extrema, el abandono de su esposo con tres niñas pequeñas, un padre mayor y viudo son sin duda sus mejores motivaciones. Esta joven mujer con los dientes cariados y faltantes posee la sabiduría que da la vida. Conoce de esas generalidades que pueden calmar las ansias de cualquier alma atormentada. Dice ella que tengo una buena vibra, un aura brillante. Sin embargo, para cualquier eventualidad, me sugiere una “limpia”. La sesión rutinaria cuesta Q30.00 y la “limpia” Q150.00. Lo curioso es que luego de pasar los siete montes, quebrar un huevo y no sé qué otros procedimientos, este ritual solo tiene “cumplimiento” si el amasijo se lleva a medianoche o a mediodía a un cementerio. Por supuesto, el interesado no debe asistir, esa es cuestión solo de ella, afirma con énfasis irrevocable, como si hubiese dicho una verdad absoluta. Me quedo callada, pensando en esas implicaciones y diciéndole que voy a pensarlo.
Imagino entonces que los clientes de doña Rosa asisten a su consulta en busca de consuelo, de guía espiritual, de esperanza porque ya se les han agotado las otras vías de solución a sus problemas. Personas como doña Rosa, en su también tremenda indefensión económica y su inteligencia innata, han visto que además de llevar unos centavos extra a la casa, pueden asimismo aliviar las penas ajenas. Ayuda mutua.
Me voy con la sensación de que, por primera vez, he entrado en una zona esotérica, para mí radicalmente desconocida hasta entonces, pero a la vez significativa para muchos. Ésta es también parte importante de nuestro país y su cultura.
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