Quizá sea el peor momento del año para escribir este artículo, tan cerca del desenlace de un proceso electoral marcado por las malas noticias, culminado probablemente por el regreso de los representantes de la vieja política, aquellos que han hipotecado por muchas décadas el futuro de nuestro país. ¿Por qué los malos partidos y los malos candidatos siguen hegemonizando el panorama? ¿Por qué los candidatos más presentables son siempre los que menos posibilidades tienen de ganar? Quizá lo peor de la campaña electoral en estos cuatro años es que ya sabemos que muchos de los actores políticos en campaña son los mismos que nos han robado, nos han mentido y nos han negado la posibilidad de un mejor futuro. Por eso da nausea oír a los candidatos hablando de la decencia, prometiendo el cambio, diciendo que creen en Dios. De hecho, un estricto análisis de la mayor parte de los partidos y de las opciones vigentes nos dejará aún más preocupados: ninguno cumple cabalmente los requisitos del 113 constitucional. Algunos pueden ser idóneos, algunos capaces y algunos honrados. Ninguno cumple los tres juntos. Con ese panorama, pase lo que pase el 16 de junio, no habrá un gran cambio en el país en los próximos años.
Por eso sigo diciendo que es el peor momento para hablar de esperanza. Pero creo que ese es el problema principal. En los muchos foros ciudadanos a los que acudí para hablar del tema político, siempre que pregunté «¿quién es la mejor opción?», «¿quién cree que merece nuestra absoluta confianza?», la respuesta era tajante: ninguno. A lo sumo, me respondían, hay partidos y candidatos que son «menos peores». De hecho, la trampa del menos peor es la responsable directa de que sigamos validando este sistema caduco, podrido y apestoso.
El problema empieza con la misma realidad: hemos tenido tantos políticos y funcionarios tan malos que a quienes medio hacen algo los encumbramos como los mejores. En un país sano, Thelma Aldana, por ejemplo, a lo sumo habría sido reconocida como una funcionaria regular. ¿Para qué se nombra a una fiscal sino para hacer valer la ley? Pero hemos tenido tan malos funcionarios que al primero que empieza a hacer su trabajo lo ponemos en un pedestal. ¿Quién, en el mundo real, es promovido en su trabajo simplemente por hacer su trabajo? ¿Tan bajo es nuestro estándar que nos conformamos con el primero o la primera que hace lo que debe hacer, sin entrar a evaluar a fondo su trabajo? Razonamientos como «roba, pero hace algo» no ayudan mucho a soñar algo diferente.
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El mejor ejemplo de conformismo es la alcaldía metropolitana. Luego de 25 años de lo mismo, cuando ya se han acumulado suficientes evidencias de que ese partido no ha resuelto ninguno de los problemas que aquejan a la ciudad, ni el transporte ni la delincuencia ni el congestionamiento ni el agua, lo más probable es que sean reelegidos por cuatro años más. ¿Cuándo acabará esta locura colectiva? Y lo que es peor: eso sucede donde supuestamente vive la gente más consciente y educada del país. La lista de la deuda que ha dejado el partido es enorme, pero el premio es la reelección indefinida.
Por eso la pregunta vital sería: ¿en qué momento perdimos la capacidad de soñar?
Para tener un cambio real hay que recuperar la capacidad de imaginar a aquellos candidatos que demuestren hasta la saciedad ser idóneos —plan de gobierno—, capaces —CV— y honrados —sin tachas judiciales—. Y en cuanto a partidos políticos, aquellos que no sean un simple club de amigos, sino que realmente sean representativos, inclusivos, que cuenten en sus filas con un grupo de gente excepcional. El problema con ello es que nunca hemos tenido algo así. O, por lo menos, hace muchas décadas que no hay nada parecido. Por eso nos conformamos con tan poco.
Nos han robado tanto que parece que nos han robado hasta la capacidad de soñar en grande. Por eso nuestra esperanza depende, en primer lugar, de lo que nos atrevamos a soñar. Si no elevamos el estándar, no hay que ser muy sabio para saber que estamos condenados a repetir este mal sueño cada cuatro años.
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