Los malos, es decir.
Baldetti, Otto Pérez, Baldizón, y luego Sandra Torres.
O la veintena que capturaron ayer (con dos de los banqueros más cimeros de las últimas décadas: Flavio Montenegro, de G&T Continental, y Fernando Peña, de Banrural, y la televisión nacional) y el centenar (¿alguien lleva la cuenta?) que han pasado por tribunales en el último año. Y antes esos otros: Alejos, Vielman, Castillo, Portillo, López Rodas, Serrano. Así hasta el fin de los tiempos.
Como en aquella historia clásica que relatan algunos cosmólogos, la de una señora que, tras una conferencia que explicaba cómo la Tierra orbita en torno al sol y este forma parte de una vastísima reunión de estrellas llamada “galaxia”, ella terció que el mundo era plano y descansaba sobre una tortuga, y al oír que el científico le preguntaba con cierta sorna “¿y sobre qué se posa la tortuga?”, zanjó: “Usted es muy listo, joven. Lo que pasa es que hay tortugas hasta el fondo”.
O lo que es lo mismo, personas malas hasta el fondo.
Pero esa sentencia, la segunda, es sólo parcialmente cierta, y aunque salvo en los libros infantiles o en los cómics más maniqueos nadie osaría emplear una explicación así para dar cuenta del mundo esperando ser tomado en serio, aquí acostumbramos a entronizarla: los malvados, los pérfidos, los putrefactos, los descompuestos: los que aparecen en el peladero.
Decimos.
Hasta el fondo.
Decimos.
Y en el fondo ¿qué?
¿El mal? ¿Un mal intrínseco? ¿Un mal atávico e inapelable?
¿La corrupción?
Claro que hay responsabilidades personales, pero.
Claro que hay que deducirlas (como cuando un hombre asesina a su pareja, o un adulto viola a su hija, su sobrina, su nieta, su hermana, o un pandillero desmembra a un comerciante, o un patrono esclaviza a sus trabajadores o uno de nosotros evade impuestos), pero.
De algo ha de servir imponer penas y multas y desterrar a quien vulnera a la sociedad o a sus miembros. Algún efecto ha de tener además de la catarsis que arrastra la sensación de justicia. De hecho, lo tiene, especialmente en casos como el de ayer, que apuntan a estructuras fundamentales del establishment criminal: bancos, medios de comunicación, cámaras, partidos.
Pero.
Pero cuando los problemas no son individuales, aleatorios (un loco suelto con un cuchillo, un desquiciado al frente de algún municipio, un solitario psicópata en una empresa), cuando los problemas adquieren la categoría de tendencia o de fenómeno social, en el fondo está el sistema (en el fondo y alrededor y detrás y atravesándolo todo).
Esa cosa tan inaprensible, tan vaga, tan abstracta que no se puede mostrar con una foto.
Ese conjunto de leyes, creencias, pautas informales de conducta, discursos, organizaciones de irradiación ideológica, que damos por aceptables y gobiernan nuestras vidas.
Esas que permiten a los empresarios oligopólicos diseñar el Estado a la medida de sus intereses (juntas directivas, ministros, diputados, comisiones y comisionados, información privilegiada, cafecitos con el presi, o partidas de golf, planes visionarios, jueces, colegios profesionales, Foros Mundiales), esas que hablan de competitividad y no de competencia y esas que hablan de competencia hasta que se discute una ley de competencia y entonces, dicen, a todos menos a ellos, que son cruciales para la economía pero no están preparados para sacrificar sus privilegios, esas que tuercen la Constitución o los decretos en función de quién pide o paga, esas que tuercen los ríos, esas que nos facilitan simular que altruismo mientras eludimos pagar impuestos u obtener una licencia de manejar sin haber pasado ningún examen y librarnos de la cárcel cuando atropellamos una vida después, esas que conceden el espectro radiofónico a quien tiene más plata para pagar una frecuencia y para devolver favores, esas que ahogan las palabras de los otros hasta hacerles sentir que están solos y callar, esas que facilitan humillar o someter al desvalido y cultivan la pleitesía a las corbatas y a las mancuernillas, esas que nos hacen identificar gelatina con mérito y lustre con brillantez, confundir pobreza con haraganería, falta de oportunidades con estupidez, violencia con disciplina, o (en un periodista) insultos con valentía, esas que hacen que aplaudamos, rebosantes de condescendencia, a un entacuchado vendedor de tortillas mientras tácitamente disminuimos a los otros, esas destinadas a convencer de que si no hay derrame de riqueza es porque el crecimiento no es rápido y sostenido mientras –legal o ilegalmente– hay familias que depositan 100, 200, 300 millones de dólares en paraísos fiscales, esas destinadas a convencer de que el estado actual de las cosas es el mejor, o si no, el único posible, o si no, superior a cualquier otra propuesta que no sea la suya.
Esas que hacen que veamos la corrupción y no veamos corrupción, sino normalidad. Que unos las impulsen, que otros se aprovechen, que otros las aceptemos o las toleremos e incluso no quede más remedio (¿No queda más remedio?) que someterse a ellas.
Esas. No la maldad destilada y sin mezcla,
hombres malos hasta el fondo.
Nuestro futuro, como escribía Félix Alvarado, no pasa principalmente por la aparición de actores virtuosos si son solitarios, aunque resulten cruciales e inspiren, sino que está definido por la dinámica sistémica. La Cicig —Iván Velásquez— parece haberlo entendido desde el primer momento y por eso su estrategia se aleja de los casos emblemáticos aislados y adopta una perspectiva de investigación más sistémica. Pero aún así, aunque las instituciones de persecución penal nos mantengan de momento a flote, como un leño inesperado en medio del mar, hacemos poco más que bambolearnos, aproximándonos de cuando en cuando unos metros a la costa que no se ve y está distante. Esto no implica demeritar los éxitos del Ministerio Público y la Cicig. Están siendo muy valientes y eficaces en documentar el carácter criminal del sistema y nos animan a una interpelarnos ante estas formas de corrupción tan completas, desiguales e infames que nos someten a todos a grandes vulnerabilidades y riesgos. Es cierto, poner en movimiento un objeto estático exige más esfuerzo que mantenerlo en marcha. Pero de todas maneras hay que mantenerlo en marcha y jugar con su dirección, no como si tuviéramos un volante, sino como cuando conducimos un globo por el aire soplando constantemente. Y de eso, no pueden ser el MP y la Cicig los encargados.
Es decir, en este momento ya no se trata de dar azotes y meter a unos cuantos en la cárcel, o solo de aplaudir a quienes lo hacen y lo hacen bien. No es el objetivo la venganza ni el castigo, sino la desactivación y la creación de lo nuevo. La pregunta no es cómo se decapita a los corruptos, sino cómo se desmantela una lógica corrupta, la corrupción totalizadora. Probablemente lo que haya que construir no sean cárceles, sino masa crítica. Lo que haya que cambiar, en el fondo, no sea una élite por otra, una persona por otra: lo que hay cambiar es el sistema: es la propia lógica del pacto de elites: es el Estado y es la sociedad.
Dejar de ser una sociedad falsaria, que pervierte las funciones del Estado, de las empresas, de las organizaciones, para procurarse beneficios particulares indebidos, y un estatus fraudulento.
Y de eso, nos parece, pese a todo, que hay más gente convencida hoy que en enero de 2015. ¿Cuántas? Nadie sabe. O mejor dicho, ¿quién sabe?
Es momento para la organización, no para el desánimo. Los primeros pasos se están dando desde hace años, y se han intensificado.