La transparencia de su persona nos regala la inocencia de un niño que invita a meditar acerca de valores que como seres humanos hemos perdido a pasos agigantados.
Analicemos los contextos.
El primero, donde está la basa de su éxito, es la unidad de su familia. Proviene Erick de una familia completamente integrada donde padres y hermanos, sin perjuicio de la libertad de cada quién, se consultan, se aconsejan, indudablemente se opondrán en la medida de lo posible a decisiones que no consideren correctas y muy particularmente, se apoyan. Baste saber a través de la prensa escrita, las penurias que han pasado para ayudar a Erick a lograr su objetivo más alto: Una medalla olímpica.
El segundo entorno digno de encomio es el manejo familiar de una escala de valores que atenta contra el establishment de muchos sectores de la sociedad actual. Particularmente, la práctica de valores atinentes a la religión, la moral y el séptimo don del Espíritu Santo: el temor de Dios. Entendido este temor “no como miedo ni distancia sino como un humilde reconocimiento de la infinita grandeza del Creador”. Indudablemente la familia Barrondo García se preocupa constantemente “por permanecer y crecer en la caridad”. (http://es.catholic.net/escritoresactuales/861/3110/articulo.php?id=39901), caridad que practican con ellos mismos y con el prójimo. En su aldea son alma, centro y corazón.
El tercero es pertinente a los ideales y metas del grupo familiar, y han hecho suya aquella sentencia de Miguel Ángel Buonarroti: “El mayor de los peligros no es que nuestro objetivo sea demasiado alto y no lo alcancemos, sino que sea demasiado bajo, y lo logremos”. Ellos han apostado por lo alto. Indudablemente, lo han alcanzado oteando el horizonte y más allá del horizonte. José Ortega y Gasset pregonaba: “Solo es posible avanzar si se mira lejos”.
Es de hacer notar que el marchista de Chiyuc se levantó de cero. No solo socioeconómicamente sino de una lesión que no le permitió continuar con su entonces deporte favorito: El maratón. Cualquier otra persona habría desistido y fácilmente se habría dado al desencanto, la depresión, el desaliento y, probablemente hasta al vicio del alcohol, primer estribo ahora del penoso camino de las drogas.
Pero no. Erick no pudo seguir entrenando maratón y se dio a la marcha. Por algo se dice que: “La calidad no es un accidente, es siempre el resultado de esfuerzo e inteligencia” (John Ruskin).
A todo este cúmulo de hechos dignos de encomio: pasajes, anécdotas, risas y lágrimas, lo está rodeando un torbellino de pasiones. Desde el apropiamiento del triunfo de Erick por parte de aquellos sectores que, más que mercantiles son mercachifles, hasta el gusanito demostrado por algunos comentaristas —afortunadamente los menos— que no deja de lucir el racismo atávico que nos ata en el tiempo y el espacio al mismísimo siglo XVI. Uno de ellos, a quien le corrigieron la plana porque confundió el nombre del atleta respondió: “¿Y qué importa cómo se llame…?”
Afortunadamente Erick no ha hablado de más. Ha denunciado lo que tenía qué denunciar: el incumplimiento de ofertas hechas por triunfos anteriores. Erick, a sus escasos 21 años debe aprender que, con esa gentuza, “ni a misa…”.
Nos queda ahora disfrutar ese triunfo, seguir su ejemplo y replantearnos nuestro proceder como seres humanos. Llama la atención que habiendo medallistas de oro en la delegación de Guatemala, ninguno de ellos haya sido el abanderado.
En Guatemala hemos llorado por las secuelas de la guerra interna, por la extrema pobreza, el hambre, la explotación, la corrupción rampante y la inacción. Así que, no obstante la injusta descalificación de los latinoamericanos el último día de las competencias: Erick, muchísimas gracias. ¡Ya era tiempo de que en Guatemala, sus hijas e hijos lloráramos de la felicidad!
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