Fue año y meses, casi lo mismo que habité la otra casa y tampoco puedo decir que haya vivido allí. Mis experimentos botánicos en todas ocasiones han resultado un fracaso, en parte por mi falta de constancia, en parte por el clima desértico, en parte porque no he permanecido lo suficiente para ver los resultados, en parte porque así es como tenía que ser.
Casi tres años después de haber arribado al desierto aún me sorprende la lluvia. A veces es una nube plomiza, focalizada, que descarga con toda violencia una tormenta que se acerca desde la lejanía, asolando el valle. Otras es la burla irónica de la lluvia, cuando en el cielo encapotado las nubes comienzan una conversación en la que intercambian rayos y relámpagos. Para quien escucha el griterío en las alturas, pensaría que el fin está cerca. Pero luego llega el silencio, seguido del característico chop-chop. Llueve cuatro o cinco gotas y el firmamento plomizo da paso a un sol que reclama para sí el agua caía casi de inmediato.
Pero ayer la sorpresa llegó de mi teléfono. Resulta que el bendito aparato (me han dado un nuevo teléfono) está programado para alertar cuando hay situaciones meteorológicas de riesgo y la alarma que tiene es verdaderamente escandalosa. Es casi como si alguien hubiera tomado el estruendo de una tormenta de verano y lo hubiera metido a la fuerza dentro del iPhone.
Y estoy, en medio del primer aguacero de verdad que he visto en tres años de vivir acá, aterrorizado dentro del carro mientras el teléfono hace sonar la chicharra del apocalipsis. Y eso me hace pensar en cómo aún hay cosas que me sorprenden, que no domino después de haber llegado a esta tierra.
Llego a casa y veo el debate que provoca entre mis conocidos del Facebook la chica esta del blog de fashion y no puedo sino sentir envidia. O mejor aún, una sensación de falta de adaptación. Hay quienes llegan a un lugar y hacen como el pez león, y se convierten en poco tiempo en el depredador dominante del ecosistema. Hay quienes nomás llegar saben cómo encajar en el nuevo ambiente y aprovechar las características de su entorno y sus propias virtudes para lograr el éxito. Hay quienes de inmediato se dan cuenta de que la población local tiene determinadas preferencias en cuanto al fenotipo, el background cultural y otros factores y saben explotarlo y en poco tiempo los tienen comiendo de su mano. Son otros, como la brasileña. No yo.
Yo, por el contrario, casi me cago del miedo cuando comenzó a sonar la chicharra.
Aunque debo decir que el temor es otro.
Es un temor a los elementos, a las tormentas, a la chicharra. El temor a la gente ha ido desapareciendo al mismo tiempo que mi relación con el país. Al punto de que el otro día cuando me levanté, me di cuenta de que en un medidor de gas del callejón que hay detrás de mi casa, allí donde duerme un vagabundo, alguien había escrito con marcador el signo “XV3?, la señal de la Pandilla 18.
Lo que en el otro lugar hubiera sido suficiente para desatarme la paranoia, ayer me arrancó una sonrisa. No de inmediato, pero pronto me di cuenta de que la sonrisa era por no tener temor. Era por ya no encontrar las claves del terror en cada rostro, en cada señal en el cielo y en la tierra.
Leo la noticia de que mataron a un estudiante para robarle un celular y no tengo el contexto, ya no tengo el contexto para alarmarme. Es algo abstracto, como una explosión que mata 10 niños en una fábrica de pirotécnicos en China. Tan abstracto para mí como Chapinlandia puede ser para la wannabe.
Y supongo que debe ser válida la pregunta sobre si la wannabe vive en un país distinto al sitio donde ocurre el terror. Sobre si yo tengo tanto derecho como ella a desentenderme de esa realidad o, visto al revés, si ella tiene tanto derecho como yo a desentenderme del asunto. Y si es así, qué tanto tenemos que ocuparnos de eso como de los niños quemados en China.
¿Es una cuestión de pasaportes o de kilómetros de distancia del epicentro de la tragedia? O quizá sea una cuestión de quién se beneficia de qué y de quién, de qué tanto influye el estado de las cosas en el epicentro de la tragedia sobre nuestro estado de bienestar. De si nos compramos eso de que nuestro esfuerzo y no el azar de nacer en determinado lugar, de determinado color y en determinada familia es el único causante de nuestro éxito presente.
En esas ponderaciones estoy cuando comienza a llover de nuevo. No es un aguacero como el de la tarde. Es una lluvia de gotas gruesas como huevos, que estallan sobre el pavimento y mojan al vagabundo y al grafitti de la 18.
Poco a poco comienza a refrescar y entra una brisa con olor a tierra mojada. Pienso en la 18 y en su marca en el callejón de detrás de mi casa y por un breve momento pienso en cerrar la ventana. Pero el terror me ha abandonado, ahora solo queda la brisa fresca.
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