Si bien son las mujeres quienes llevan, en principio y por mucho, la peor parte en esta cuestión, la comunidad en su conjunto se perjudica ante el hecho discriminatorio. Es la sociedad en su totalidad la que está marcada hondamente por una ideología machista, patriarcal. Por tanto, es un problema que entre todas y todos debemos cambiar.
Ninguna conducta humana puede concebirse solo en términos biológicos. Aunque esto esté supuesto —el macho, en muchas especies animales, y también entre los humanos, es más fuerte que la hembra— se dan otros procesos que posicionan culturalmente la sociedad machista. Las diferencias anatómicas conllevan otras tantas diferencias psicológicas, pero esto solo no explica, mucho menos justifica, la posición social desventajosa de la mujer.
Como una constante en todas las civilizaciones, las mujeres se ven sometidas a un papel sumiso ante la imposición varonil. De ningún modo papel secundario, pues su quehacer es básico al mantenimiento del colectivo social, pero ausente en la toma de decisiones. Hasta ahora, las mujeres, en tanto género —salvo casos puntuales—, han estado excluidas del ejercicio del poder. Por razones histórico-culturales —no biológicas—, los trabajos femeninos se consideran secundarios, complementarios respecto a los importantes. Pero ¿quién decide eso? ¡El poder masculino!
Hasta ahora las diversas formas que ha ido asumiendo la civilización humana giraron siempre en torno a la detención del poder. Es decir, han sido falocéntricas —el poder está concebido masculinamente—. Es difícil precisar por qué se construyó así. No hay determinantes genéticos. Es una pura cuestión político-social.
En la especie humana no hay correspondencias biológico-instintivas entre machos y hembras, sino ordenaciones entre hombres y mujeres. Valga decir, de paso, que el acoplamiento no está determinado-asegurado instintivamente. Tiene lugar, pero no siempre —hay relaciones homosexuales, hay voto de castidad—. Y no necesariamente está al servicio de la reproducción —eso es, antes bien, una posibilidad; la mayoría de los contactos sexuales no buscan la procreación—. Masculinidad y feminidad son construcciones simbólicas, arraigadas en la psicología de los humanos, y no en sus órganos sexuales externos. La cuestión de géneros se desenvuelve en el campo social.
En tanto construcciones, entonces, los géneros son históricos. Vistas en sentido antropológico-comparativo, las diversas edificaciones de género en las culturas conocidas han repetido la organización fálica. La estructuración en torno a la potencia, a la supremacía, ha sido la constante. Está claro que esas son características de la masculinidad, de la virilidad. Si ocasionalmente —de modo mítico o no (las amazonas, la Dama de Hierro Margaret Thatcher, o cualquier mujer marimacho)— hay mujeres poderosas, su arquetipo participa de las características aunadas universalmente a lo masculino, a lo viril, no siendo precisamente lo que se entiende por femeninas.
Los estereotipos de género se repiten: masculino = poderoso, activo; femenino = sumiso, pasivo. El poder se concibe masculinamente, así como también la guerra o las distintas manifestaciones de sabiduría —las filosofías, las ciencias, las teologías, las artes—, que no son sino otra forma de expresión de aquel. El papel de las mujeres, según este patrón, es hacer hijos y ocuparse de los quehaceres domésticos. La sabiduría femenina queda confinada a la reproducción y al hogar. Lo increíble, o cuestionable más precisamente dicho, es que esas acciones, básicas para toda la especie, quedan relegadas como de menor cuantía. Las cosas importantes son varoniles. La historia se cuenta en términos de gestas viriles —conquistas, descubrimientos, invenciones, victorias—, pero nunca de logros domésticos. «¿César conquistó las Galias?», preguntaba con ironía Bertolt Brecht. «¿Él solo? ¿No tenía ni siquiera un cocinero?».
Los monarcas, los sabios, los sacerdotes y los guerreros son la expresión de un poder. Y habitualmente —salvo excepciones que confirman la regla— son varones. El poder se construyó en términos masculinos, viriles. Las mujeres, el sexo femenino en su conjunto, quedó en inferioridad en esa edificación. No habiendo razones biológicas que lo determinen, ¿qué lo explica entonces? ¿Una maldad intrínseca de los varones?
No se trata de la maldad o de la bondad de nadie. La cultura machista, fálica, que ha dominado y continúa dominando las organizaciones sociales en que ha transcurrido la historia del ser humano, no es derivada de la maldad directa de ningún varón en concreto. Es un producto colectivo, e incluso las mujeres contribuyen a su sostenimiento reproduciendo los seculares patrones de género a partir del seno familiar. Pero esto tampoco significa que los varones concretos estén al margen del problema. El machismo, la violencia, la discriminación de género, los golpes y la opresión vienen de un lado muy claramente definido —los hombres—, y también es muy claro quién lleva las de perder en todo esto —las mujeres—. Retomando la idea con que abríamos el artículo, he ahí un problema que incumbe a la totalidad del colectivo social.
De donde han surgido las primeras críticas a esta injusticia estructural ha sido el campo femenino. Pero, siendo consecuentes con un pensamiento progresista, todos debemos aportar algo en la lucha contra esa inequidad, también los varones. No se trata de hacer un masculino mea culpa histórico, sino de propiciar, con la amplitud del caso, una nueva actitud de reconocimiento de esa exclusión buscando las enmiendas.
Igualar los derechos de las mujeres con los de los hombres no significa masculinizar la situación de aquellas. Hay cierta tendencia a identificar las reivindicaciones de género con una lucha por la equiparación en todo sentido —y de allí a la peyorización de esta, un paso; conclusión inmediata (disparatada conclusión, por cierto): el movimiento feminista es un movimiento de lesbianas—. Los derechos de las mujeres son derechos específicos en cuanto género, distintos y con particularidades propias por su condición diferente en relación con los varones. En esto se incluye su carácter particular de madre, de lo que se siguen derechos específicos relacionados con la salud reproductiva, punto medular que sostiene al machismo, según el cual los hijos serían de las mujeres mientras el varón es el semental. Ellas se encargan de parirlos y criarlos. Los hombres están en cosas más importantes. ¿Cuáles?, habría que preguntar. ¿Hacer la guerra? ¿Dominar? Eso recuerda la recién citada poesía de Brecht. Y bien analizado puede dar risa.
Pero no debe perderse de vista que los derechos de las mujeres son, ante todo, derechos universales en tanto seres humanos: derecho a disponer de su propio cuerpo, derecho a ser considerada como sujeto —y no como objeto— y todos los otros derechos que se podrían considerar universales —derechos civiles, derechos económicos, etcétera—. ¿A algún varón se le ocurre que no es él quien puede decidir cuándo tener relaciones sexuales? Pareciera que no. He ahí un derecho intrínseco a su condición masculina. ¿Por qué no es lo mismo con las mujeres?
Las sociedades ofrecen diversas injusticias, pero en general se recalcan mucho más las de índole económica. La exclusión de género no es, en principio, vista con la misma intensidad. Claro está que esa mirada es siempre masculina. Las construcciones sociales y sus correspondientes niveles de crítica han sido masculinizantes. No olvidemos que al hablar de marginación de género estamos refiriéndonos nada menos que a la mitad de la humanidad, lo cual no es poco.
El mundo no es un paraíso precisamente. Son muchas y muy variadas las cosas que podrían o deberían cambiarse para mejorar las condiciones de vida. Evidentemente, las económicas son relevantes, sin duda. Quizá las principales. Pero tal vez esto solo no alcance. Los países prósperos del Norte han superado problemas que en el Sur todavía son alarmantes. A partir del capitalismo, sistema hoy absolutamente hegemónico dada la globalización de la vida humana, el impulso que ha ido tomando el desarrollo científico-técnico y económico en los últimos años es realmente espectacular. En un par de siglos la humanidad avanzó lo que no había hecho en milenios. Sin embargo, ese modelo masculino de desarrollo, heredero de una tradición beligerante y conquistadora de la que no ha renegado, no ha solucionado problemas ancestrales. La distribución de poderes entre los sexos está aún muy lejos de ser equitativa.
Mientras no se considere seriamente el tema de las exclusiones —todas, no solo las económicas; también la de género, al igual que las étnicas— no habrá posibilidades de construir un mundo más equilibrado. Dicho en otros términos, el falocentrismo del que todos somos representantes, el modelo de desarrollo social que en torno a este se ha edificado —bélico, autoritario, centrado en el ganador y marginador del perdedor—, no ofrece mayores posibilidades de justicia. Trabajar en pro de los derechos de las mujeres es una forma de apuntalar la construcción de la equidad, de la justicia. Y sin justicia no puede haber paz ni desarrollo, aunque se ganen guerras y se conquiste la naturaleza. No se trata de invertir los poderes, sino de terminar con los poderes opresivos.
Con motivo del Día Internacional de la Mujer
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