La nota incluía la visión del dueño de la finca, quien justificaba con varios argumentos y excusas el uso de trabajo infantil en el corte de caña.
“No son trabajadores per se, sino ayudantes”, decía Otto Kuhsiek (copropietario de la finca en cuestión y actual presidente de la Cámara del Agro), tratando de convencer de que las actividades desarrolladas por los niños en la zafra no deben clasificarse como trabajo. Su voz, su expresión y sus gestos me hacen pensar que él tampoco se creyó esas palabras. Porque en efecto se trata de trabajo infantil y –así como todo el desarrollado en la agroindustria–, cae para el caso de Guatemala en la categoría de “trabajo infantil en sus peores formas”. Cabe recordar que Guatemala ratificó en 2001 el Convenio 182 de la OIT que prohíbe este tipo de trabajo para todos aquellos menores de 18 años.
Y el calificativo de ayudante no enmienda en lo más mínimo que se trate de un trabajo como tal –por demás duro para cualquiera, no digamos para un menor– sino agrega una de las características principales del empleo infantil: según cálculos propios con información de la ENEI 2011, el 90% de los trabajadores entre 7 y 12 años, así como el 55% de los adolescentes de 13 a 17 años de edad se desempeñan como trabajadores no remunerados.
Ciertamente para el hogar de estos niños se trata de una cuestión de sobrevivencia, pues en el corte de caña (que es a destajo), las cargas laborales diarias necesarias para alcanzar el equivalente a un salario mínimo sobrepasan muchas veces la capacidad de una persona. Pero como sociedad ¿podemos aceptar estas prácticas so pretexto antropológico, por ser una práctica común en Guatemala, por ser el trabajo infantil un mal frecuente en países con niveles de desarrollo como el nuestro? ¿Podemos seguir aceptando los argumentos observados a lo largo del reportaje? “No es explotación, es una oportunidad” afirmó el presidente de la Cámara del Agro.
Sus palabras me trajeron inmediatamente a la mente la postura de Humberto Pretti, antiguo presidente de la misma institución, cuando al publicarse los resultados de la Encuesta Nacional Agropecuaria del año 2008, no solo justificaba la figura del mozo colono, sino manifestaba que el acceso a educación primaria para los hijos de estos resultaba perjudicial pues al educarse ya no querían seguir haciendo el trabajo que sus padres realizaban.
Así es señores finqueros, la educación es sinónimo de desarrollo: es elemento básico para superar la trampa intergeneracional de la pobreza. Y el trabajo infantil –sobre todo el de estas características– no es una oportunidad, sino un obstáculo al rendimiento escolar, la permanencia en la escuela, la salud y el desarrollo de estos niños y adolescentes: alimenta el círculo vicioso de la pobreza. Y la pobreza es la que empuja a los trabajadores a aceptar sus condiciones laborales –explotadoras y deplorables– y a usar la mano de obra de los menores del hogar.
Pero la justificación y tolerancia del trabajo infantil, así como de otros fenómenos injustos y punibles, pareciera ser una dinámica muy propia de nuestra sociedad. Excusarse detrás de la fuerza de la cultura y las costumbres, es la misma cómoda salida de quienes levantan los hombros ante la violencia doméstica, por ejemplo. Pero romper con la mentalidad retrógrada y con los patrones heredados siempre es posible.
Y la enajenación y ceguera ante el trabajo infantil, la pobreza, la desnutrición crónica, la desigualdad, las condiciones y remuneraciones laborales indignas, es la mayor falacia e hipocresía de quienes dicen soñar y luchar por un país desarrollado. Pero dejar la indiferencia y abrir los ojos siempre es posible.
Sea en la institución o sector social al que pertenezcamos, cuestionar (hacia adentro y hacia afuera), propiciar un cambio, dar pasos e iniciar una evolución siempre será posible. Leí hace unos días una caricatura: “¿Qué traerá el año que viene?” Pregunta la niña, “365 oportunidades” le responden.
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