Desde pequeña fui una persona nocturna. Para mi desgracia, el mundo funciona de día, las jornadas comienzan temprano en la mañana y uno con ellas, cayéndose del sueño. Se lee por todas partes aquella cosa de las ocho horas y que cuando uno no duerme lo suficiente el efecto sobre el estado de alerta y las habilidades cognitivas es el equivalente a un cierto porcentaje de alcohol en la sangre. Me preocupo. Si eso es cierto, de plano llevo años viviendo en una especie de estado de ebriedad permanente que no ha sido causado por alcohol. La solución es tan sencilla como acostarse más temprano, hasta que llegan las diez de la noche y me entra un speed que me mantiene haciendo cualquier tontería hasta la madrugada, a menos que me recuerde de ir a dormir. Caigo como tronco, aprieto las mandíbulas, pero al final no es nada del otro mundo. Mis preocupaciones serían las de cualquier mortal, digamos. El señor de las arenitas tiene mi horario de cabeza pero viene –cuando le da la gana– y no hay sueños que me atormenten. Somos varios los afortunados. Los desafortunados son muchos más.
Cuando era estudiante de magisterio, di clases en una escuela pública y había niños con sueño todo el día por hambre. Y ésos más de algo comían. ¿Cómo será ese letargo permanente de la gente hambrienta, como dormidos despiertos porque el cuerpo ya no da? Viven aquella pesadilla donde Freddy Krueger les atraviesa la barriga con su guante de cuchillas afiladas. Esa pesadilla de la cual no pueden despertar, mientras el amigo que debía velar por ellos se quedó dormido, como dormimos todos sin reaccionar y despertamos sólo para mirar el cuerpo que nos encomendaron convulsionando en su lecho. Cuando por fin hacemos algo, el otro está sumergido tan profundamente en su pesadilla que no despertará. Nos caracteriza eso de esperar hasta que sea demasiado tarde. Es como lo que decía Andrea Tock con una situación distinta, pero aquí al final todo se reduce a lo mismo. Luego va uno caminando y mira que algunos hambrientos, todavía metidos en su pesadilla, encontraron una solución –que no es volverse ninja en sueños y matar a Krueger–, un jalón de pegamento y otro más, hacen la de Inception: un sueño dentro de otro y en el nuevo todo pasa más lento, la navaja del hambre ya no se siente, ni el frío, ni el miedo. Pero se pueden despertar los demonios internos, parar cual Pelele luego de escuchar “¡Madre!”, en una pesadilla adentro de otra. Entonces viene otro jalón y un sueño más. Así hasta quedar atrapado, hasta dormirse para siempre y alimentar otra tumba antes de tiempo. O volverse zombi.
Cuántas personas, luego de agotar el cuerpo todo el día en dos o tres trabajos, llegan a casa –o algún equivalente– a realizar todavía lo que falta allí, para que los niños puedan ir a la escuela la mañana siguiente –con suerte–, o al menos comer algo. No hay tiempo para contar historias del hombre de la arena y recibir el sueño con alegría. Lo que hay es insomnio, angustia y quizá un beso lleno de amor e incertidumbre para los chiquillos. Cuando no, lo que hay es violencia hacia los débiles de casa, que se rebalsa de puro acumularla al recibirla sistemáticamente de todos los más fuertes o de los que están a cargo.
¿Quién en su sano juicio querría quedarse? Somos espectadores de películas de terror mirando cómo otros viven vidas de pesadilla. Y se siente como si tuviéramos las manos atadas por cuerdas que no vemos, que no comprendemos o que no sabemos cómo desatar –o no nos importa–, cual pesadilla también. Ojalá despertáramos para vivir todos vidas dignas, con altibajos pero con oportunidades. Vidas en las que se cuente historias lindas a los niños y que éstos reciban besos cada noche. Donde la comida alcance, la educación alcance, la casa alcance, el sueño alcance. Donde no soñemos que caemos y caemos para despertar justo antes del impacto y ver que es cierto, y que siempre se puede caer más bajo. Donde ir a dormir sea un alivio y no el preámbulo de la continuación de lo terrible.
* Enter Sandman, canción de la banda Metallica, del álbum Metallica (1991).
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