«Se llevaron las incubadoras y dejaron a los bebés muriéndose tirados en el frío suelo», aseveró en el Congreso de Estados Unidos una adolescente kuwaití que, en 1990, denunció los abusos cometidos por las tropas del invasor Saddam Hussein. Dicho testimonio, que después se estableció que fue falso, contribuyó a que el gobierno de George Bush declarara la guerra a Iraq, y todo lo demás es historia.
Recientemente, la epidemia de la COVID-19 ha motivado que los flagelos del engaño, el timo y la manipulación se aprovechen al divulgar curas milagrosas y argumentos que minimizan los riesgos de la enfermedad o refieren intenciones ocultas en la composición de las vacunas. Los negocios, el deporte, la economía y otras instancias sociales son blancos de esos ardides. Obviamente, cuando el punto de encuentro es la lucha por el poder, el despliegue perverso aumenta, como se registró con el dictador asiático o la caída de gobernantes en distintos regímenes.
Merced al auge y esplendor de las redes sociales, el horizonte se ha ampliado para las mentes creadoras de bulos, esa palabra que los diccionarios definen como una maniobra articulada para que sea percibida como verídica y, para el efecto, internet se constituye en el vehículo ideal, pues el objetivo es causar confusión en las masas. En ese sentido, puede asegurarse que transitamos por una etapa de enredos y desinformación.
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Ahora son menos las conversaciones, las llamadas telefónicas, la atención a medios periodísticos y otras situaciones de la convivencia humana que estimulan la oportunidad de corregir o aclarar dudas. Hoy, la pantalla del celular y el movimiento de uno o dos dedos seducen a la sociedad. Así, la gente se concentra en su móvil cuando está en una fila, alrededor de una mesa o, incluso, presenciando un evento público o privado. Es común mirar a dos personas ensimismadas en su respectivo aparato y no platicando una con la otra.
Cuando el proceso informativo era potestad de la prensa, una publicación tenía que mostrar la explicación documentada de los «qué, quién, cómo, cuándo, dónde y por qué» del hecho. Por supuesto, no siempre se garantizaba que se cumplieran las normas éticas, pues el periodismo no es una suerte de perfección ni de transparencia total, ya que también ha sido utilizado por las redes de la manipulación. Sin embargo, los matices permiten ver si el comportamiento del/la periodista es honesto.
Debido a que las redes sociales presumen una democratización de la información y que los medios periodísticos ya no dominan los tiempos ni los espacios de la materia, es más fácil esparcir desinformación que certeza. Lo anterior porque la primera no necesita evidencia ni sustentación y la segunda es ignorada. Ese terreno se constituye entonces en vía libre para armar marañas, disturbios, pleitos y demás expresiones distorsionadas.
Quienes se han formado en la carrera de Comunicación, desde el primer año de estudios universitarios comienzan a analizar qué hay detrás de cada mensaje. Ahora bien, quienes no cuentan con herramientas teóricas pueden «irse con la finta». Al respecto, es preciso indicar que la clave está en el/la emisor. Si no es alguien conocido o utiliza seudónimo, no vale la pena ponerle atención. Si es alguien identificado, se debe considerar el contexto, los intereses y los antecedentes.
Guatemala está lleno de conflictos. Los vemos en un vecindario, en el campo y la ciudad, en los poderes de Estado, etcétera. Como muchas veces se evade el debate o los medios no tienen el alcance, las redes sociales abren sus vitrinas y aquí ¡cuidado con los discursos! Hablar es fácil, mas solo la práctica es criterio de verdad; si no, cuántos critican a quien falla un lanzamiento penal, pero cuántos se atreven a ejecutarlo. En esencia, no hay que dormirse con los cantos de sirena.
Un movimiento emotivo coadyuva con la desinformación, mientras que uno racional es mejor porque aprobar o reprobar implica una evaluación respaldada por saber, no por creer o suponer.
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