"A mí me metieron al bote porque maté a un chino...pero no lo hice bien"

Texto:

Marta Sandoval

Ilustraciones y animación:

Dénnys Mejía

Enjambre de historias:

psicólogos de prisión

Ser psicólogo de reclusos no es tarea sencilla. Pero es necesaria. Los privados de libertad, como requisito para su rehabilitación, deberían recibir atención psicológica constante. Sin embargo la carencia de personal y la creciente población de las cárceles lo impiden. Estas son las historias de un psicólogo que ocupó ese difícil puesto en varios penales de Guatemala.

“¿Querés que te cuente por qué estoy aquí?”

A Emerson Morales la pregunta le tomó por sorpresa. Estaba sentado en el área de recreo de la prisión, cuando un tipo se acercó y se ofreció a contarle su delito. “A mí me metieron al bote porque maté a un chino…”, le confesó “…pero no lo hice bien” agregó.

 

 

 

mpezaba otro proceso de terapia, esos tan fuera de lo normal que le tocaba llevar a cabo al psicólogo Morales: sin libreta de apuntes, sin sofá, sin su título colgado en una pared, sin reloj.   Desde que llegó a trabajar en las cárceles supo que la terapia de clínica sería complicada, que nadie llegaría a su búsqueda para pedirle ayuda. “Los pacientes no vendrán, me toca ir por ellos”, decidió. Entonces implementó una rutina, todos los días a la misma hora el mismo recorrido. Vagar por los sectores, rondar por los pasillos, observar unos minutos el partido de fútbol, comer a las mismas horas y en la misma mesa. Estar cerca y a la vez lejos. No ofrecerle a nadie sus servicios de psicólogo, pero de alguna manera hacerles ver que estaba allí.

Así fue como llegó Kevin* a confesar el asesinato mal hecho. Estaban en el patio y el sol empezaba a calentar con fuerza. Kevin recién había cumplido la mayoría de edad, pero todavía parecía un niño. A Emerson le pareció que la cárcel era algo que Kevin buscaba desde hacía mucho y que estar allí era para él un castigo voluntariamente aceptado.

 

“Íbamos a robar una casa” empezó el relato, “pero sabíamos que el dueño podía regresar en poco tiempo, entonces entre todos decidieron que si regresaba, a mí me tocaba ahorcarlo. Nos apuramos a sacar todo, yo creí que iba a dar tiempo de irnos, pero no. El chino entró y nos vio”.

 

Tal y como estaba estipulado Kevin le sujetó el cuello con fuerza y esperó hasta que se desvaneciera. Con el hombre en el suelo terminaron de llenar unos costales y se marcharon. Pero el dueño de la casa no estaba muerto. Fingió el desmayo y en cuanto notó que se marchaban tomó el teléfono y llamó a la policía. Los atraparon unas cuadras más adelante.

 

 

 

“No lo hice bien” repetía Kevin, para él, su delito fue no haberlo matado bien.

 

 

Emerson logró continuar con esa terapia, tan sui géneris. “Si afuera de prisión, ya a la gente le cuesta ir con un psicólogo, dentro es mucho más complicado” cuenta, “dentro de prisión no solo se topan con el estereotipo de ‘estás loco’ también hay temor de que los demás los juzguen o que les pregunten qué fueron a hablar allí, que teman que estén contando algo”, explica Morales.

 

Dentro de prisión ir al psicólogo significa dos cosas: estás loco y eres un soplón.

Por eso Emerson se las ingeniaba para que la terapia no pareciera terapia. Fue así como Kevin le contó su vida: tenía ocho años y estaba jugando a las pistolitas con otros niños del barrio. “¡Pum pum! Te voy a matar”, “no, yo te mato primero, ¡pum pum!”, Kevin apuntaba con una pistola imaginaria cuando apareció su tío. Los observó unos minutos y sonrió, “venite, subite al carro”, pidió al niño. Kevin obedeció y en el asiento del copiloto descubrió una pistola. Esta era real, tan pesada y brillante como se la imaginaba. “Vamos a jugar de verdad”, sentenció el tío.

 

Eligieron como víctima a un alcohólico que estaba sentado frente a una tienda. Se bajaron del carro y el tío ayudó a Kevin a apuntar. Al niño le temblaban las manos, pero el tío lo tranquilizó, “vas a poder, ya vas a ver”, le dijo. La escena parecía la de un padre que enseña a su pequeño a patear la pelota o a montar la bicicleta. Kevin tiró del gatillo y vio como la bala impactaba en el cuerpo de un hombre del que no sabía ni siquiera el nombre. Volvió al carro tratando de contener las lágrimas. El tío iba feliz, se sentía tan orgulloso de su sobrino y a Kevin aquel derroche de admiración y respeto lo emocionó.

 

Pero apenas habían avanzado un poco cuando el tío notó que el hombre se revolcaba en el suelo. Se suponía que estaba bien muerto y no era así. Kevin había fallado. El rostro de aprobación del tío se convirtió en una mueca colérica: “no lo hiciste bien” le reprochó al niño. Estacionó y se bajó del carro para obligarlo a terminar el trabajo.

 

Kevin no quería matar, pero tampoco quería decepcionar a su tío. Muy pequeño descubrió que no se puede tener todo en la vida.

 

 

El enjambre de historias

 

l abogado alemán Ferdinand von Schirach explica en su libro Crímenes cómo funciona la justicia de su país:

 

“Nuestro derecho penal se basa en el criterio de que no hay pena sin culpa. Imponemos una pena según la culpabilidad de una persona; nos preguntamos hasta qué punto podemos hacerla responsable de sus actos. Es un asunto complejo. En la Edad Media era más sencillo, se castigaba según el delito: a un ladrón se le cortaba la mano. Siempre y sin excepción, no importaba que hubiera robado por codicia o porque de lo contrario habría muerto de hambre. La condena era entonces una suerte de aritmética, a cada delito le correspondía una pena determinada. Nuestro derecho penal es más sabio. Hace más justicia a la vida”.

 

Nuestro derecho penal, el guatemalteco, no hace justicia a la vida. Ni siquiera la conoce. Los reclusos que tienen la oportunidad de contarle su historia a un psicólogo, que intentan descifrar el camino que les llevó hasta donde están, son muy pocos. Con solo 18 psicólogos para atender a más de 22 mil reclusos, eso es casi imposible.

 

 

 

 

 

Von Schirach recuerda el caso de un hombre que fue abandonado de pequeño por sus padres. De mayor logró conseguir un trabajo en una carpintería, pero el día que desapareció dinero, el dueño le culpó a él y lo despidió. Él no había cometido el robo y de pronto se vio en la calle sin nada qué hacer. El único empleo que pudo conseguir fue como guardián de un prostíbulo. Allí conoció a delincuentes que le prestaron dinero y que más tarde le perseguían para cobrarlo. Acosado por la deuda decidió asaltar un banco con una pistola de plástico. Con el botín, corrió al aeropuerto y tomó el primer vuelo que encontró: a Etiopía. El nuevo país no le ofrecía ninguna posibilidad y el ya estaba cansado de la vida, así que decidió que se suicidaría. Tomó un tren en busca de un sitio digno donde morir, pero en el camino se contagió de malaria. Bajó en una aldea, lejana y consumida por la pobreza, y fue tambaleándose hasta que perdió el conocimiento. Para su sorpresa despertó en una habitación, al lado de una mujer que había cuidado sus fiebres. Sobreviviría. Los aldeanos se ocuparon de curarlo, aunque no lo conocían.

 

Poco a poco se fue encariñando con la mujer que le salvó la vida y con la gente del pueblo, que eran las primeras personas que tenían un gesto amable con él en toda su existencia. En agradecimiento él les enseñó a conducir y les ayudó a vender a un mejor precio su producción de café. Pronto descubrió que era bueno para los negocios y que tenía mucha fuerza para trabajar. Se casó, tuvo un hijo y muchos amigos. Lo admiraban por trabajador y por respetuoso. Su vida por fin tenía sentido. Hasta que un día, mientras vendía una cosecha en la ciudad, le atrapó la policía y lo deportó a Alemania. Era un inmigrante ilegal y lo había olvidado.

 

En Alemania no tenía nada ni nadie. Extrañaba enormemente a su familia. Así que se le ocurrió que para volver a Etiopía haría lo mismo que hizo para llegar la primera vez. Compró una pistola de juguete y fue a asaltar un banco. Lo hizo con lágrimas en los ojos y le pidió perdón a la cajera. Pero esta vez no tuvo suerte, le atraparon. En el juicio Von Schira contó toda su vida e incluso presentó un vídeo de su familia en Etiopía, con testimonios de miembros de la comunidad que daban fe de su nobleza. El jurado atendió a su historia y le condenó con menos severidad.

“El que es “malo” no es malo simplemente porque así es, hay algo que lo llevó a ser así. El que asesina, algo lo hizo ser así”, explica Emerson Morales. “A partir de lo que viven en los primeros siete años se forma mucho de lo que serán en la vida adulta”.

 

Morales hace énfasis en la importancia de conocer la historia de cada uno de los privados. En la necesidad de entenderlos para trabajar en su rehabilitación.  “Hay gente con historias similares, por ejemplo un lustrador que sufrió abandono, abuso, falta de recursos, pero eligió trabajar y otro que eligió delinquir. Focault pone un ejemplo, dice que cuando alguien tiene cáncer y le dicen que se va a morir pronto, lo normal es que se muera. Si no se muere es anormal. Pero socialmente la gente piensa que es normal que no se muera porque estamos contentos con eso, porque eso es lo que queremos. Entonces, lo normal de estas personas es que maten, que asalten, porque su historia es eso, los que son anormales son los que trabajan”.

 

Morales laboró en los centros de detención Pavón, Pavoncito, COF, Santa Teresa, zona 18, Infiernito y Canadá en Escuintla. Llegó como parte de la Asociación de Salud Integral, una oenegé que se ocupa de atender poblaciones en riesgo como privados de libertad y prostitutas.

 

 

 

“No se trata de justificarlos. Pero están allí por un motivo muy claro y muy concreto y hay que entender que pude haber sido yo si hubiera vivido esa vida, hubieras podido ser tú si te hubiera tocado esa vida”, opina Morales.

 

 

 

“No se trata de justificarlos. Pero están allí por un motivo muy claro y muy concreto y hay que entender que pude haber sido yo si hubiera vivido esa vida, hubieras podido ser tú si te hubiera tocado esa vida” opina Morales.

 

Morales no es un psicólogo contratado por el Estado. La ley del sistema penitenciario manda a que haya al menos una clínica y un psicólogo en cada uno de los centros de detención. Pero en la práctica eso no se cumple. “Atención psicológica para privados de libertad no hay”, dice categórico Giovanni Pivaral, que dirigió el Sistema Penitenciario en 2015. Pivaral explica que los pocos psicólogos que trabajan para el sistema se concentran en atender a los reos que necesitan un informe psicológico para solicitar reducción de condena o libertad. El juez exige que presenten un certificado del psicólogo y los profesionales suelen darle prioridad a estos casos.

 

Los psicólogos dependen de la Subdirección de Rehabilitación Social, forman parte de un equipo multidisciplinario que incluye además un médico, un odontólogo, un criminólogo, un abogado y un trabajador social. Este grupo debería realizar un Plan de Atención Individual (PAI) para cada uno de los reclusos y un Plan de Atención de Tratamiento individual (PATI).

 

“Son dos herramientas a fin de que el individuo sea evaluado periódicamente de acuerdo a su progreso”, explica Eddy Morales, exdirector del Sistema de 2008 a 2012, “eso dice la ley y es lo que hizo en mi gestión que aún lo mantengan, tengo entendido que no”.

 

Rudy Esquivel, vocero de la institución, reconoce que los equipos no están completos y que en muchos casos tienen que rotar de un centro a otro. Actualmente hay 18 psicólogos para atender a una población de más de 22 mil personas. Lo que se traduce en un profesional para atender a más de mil personas.

 

“El problema en la práctica es que no es posible brindar un tratamiento personalizado y permanente”, concluye el estudio La rehabilitación de los privados de libertad ¿mito o realidad?” del CIEN. “Únicamente en casos de crisis o casos muy particulares que lo ameriten. Lo usual es que los reclusos visiten al psicólogo cada seis meses”.

 

“La cárcel también debería servir para deconstruir ideas aprehendidas”, advierte Margarita Castillo, exdirectora del Sistema Penitenciario.  Castillo recuerda que la ayuda psicológica es una de las Reglas Mandela para la atención de privados de libertad, formuladas por la ONU y aprobadas por Guatemala.

 

Para Castillo la atención psicológica es vital. Hace énfasis en que poder clasificar a los reos de acuerdo a un perfil psicológico ayudaría a las autoridades a manejarlos mejor, a organizar las áreas. Pivaral concuerda, un adecuado perfil psicológico ayudaría a clasificar a los reos.

 

Castillo va más allá: “La atención psicológica no solo deberían recibirla ellos, también sus allegados. Eso ayudaría a que su retorno a su núcleo fuera más sencillo”, explica.

 

Pivaral advierte además que todo aquel que va a salir en libertad debería llevar un proceso psicológico “el hecho de haber pasado varios años en prisión hace que se dificulte reintegrarse a la sociedad. Deben salir preparados para la nueva vida que tendrán, porque afuera, tener antecedentes penales, haber estado en prisión, les acarrea un estigma difícil de llevar”.

 

 

Elías

 

uando compró el arma no pensó que iba a usarla. De hecho se sintió un poco tonto, “me voy a comprar esta babosada que no sirve para nada”, pensó. Pero por otro lado, sentía que tenerla era una especie de escudo: nadie entraría a robar a su casa si sabían que estaba armado.

 

“Si comprás una pistola es para usarla, déjate de cuentos”,  le dijo un compañero de trabajo, pero Elías estaba seguro que nunca apretaría el gatillo. Al menos no frente a otro ser humano. Su compra era nada más un disuasivo. “Y porque todo zacapaneco que se respeta anda armado”, bromeó el amigo.

 

Pasaron los días y Elías pronto se olvidó del arma escondida en el clóset. Era un hombre respetado en el pueblo, trabajador, honrado. Su esposa también. Desde fuera todos podrían decir que eran felices. Que se amaban. Elías, de hecho, también lo pensaba. Lo dice ahora, mientras prepara desayunos en la cafetería de la prisión. Se esmera en que los huevos no estén quemados y los frijoles en su punto correcto de sal. “Si volviera el tiempo no hubiera comprado la pistola”, dice y su psicólogo, que siempre llega tarde a desayunar, le cree.

 

No hay nadie más en el comedor. Todos han comido ya y psicólogo y paciente tienen una extraña sesión de terapia. Elías está aprendiendo lo que significa la ira y cómo puede transformar a una persona en un monstruo.

 

Le gusta cocinar. De hecho, el día que llegó temprano a casa iba pensando en preparar la cena. Pensó también en llamar a su esposa y avisarle que llegaría mucho más temprano de lo habitual, pero prefirió darle la sorpresa.

 

La casa estaba en silencio. Por el suelo una suerte de señales que le marcaban el camino hasta la habitación: un zapato en la sala, la blusa sobre el sofá, un pantalón en el pasillo. Sobre la cama dos cuerpos vivos. Unos minutos después dos cuerpos muertos.

“Y la extraño. En verdad la extraño”, confiesa, las lágrimas ya están recorriendo su rostro.

 

 

Emerson Morales llegaba a desayunar al comedor de la prisión a sabiendas de que allí tendría otra sesión de terapia. “El espacio clínico es un espacio reductor y de alguna manera correctivo”, cuenta. “Por eso vi que la ayuda que podía dar era acercarme a los espacios en donde ellos se sentían más cómodos, posteriormente si alguno quería seguir la terapia en la clínica se hacía, pero era ya una cuestión de decisión. La cura en el psicoanálisis está en la palabra, en el habla, no necesariamente en el espacio. Por eso cuando ellos hablan hay una cura”, explica.

 

Juan Carlos Molina es otro psicólogo que ha trabajado con poblaciones privadas de libertad. Tiene 15 años de experiencia en la rama. Se ha capacitado en el extranjero, en algunas de las cárceles más importantes del mundo. Fue director de Rehabilitación durante el Gobierno de Óscar Berger, pero reconoce que todos sus estudios y todos sus años de trabajo le han servido para descubrir algo: “solo la persona que genera un compromiso real con Dios lo logra”. Para él, la solución llega solo de forma sobrenatural. “Hemos visto varios milagros dentro de prisión”, asegura y recuerda uno. Se trataba de un hombre preso por asesinar a un niño. Jamás se acercaba a las actividades religiosas, era retraído y solitario, pero el día que presentarían una obra de teatro sobre la pasión de Jesús el actor principal intentó suicidarse. Creyó que tendría que cancelar la obra, pero para su sorpresa el asesino sabía de memoria todos los diálogos de Jesús y se ofreció a representarlo.

 

“Mi conclusión de 15 años de trabajo es que todo lo externo que usted le de a una persona, no cambia lo interno de su corazón. Para que exista una verdadera reinserción tiene que haber un trabajo almático y no externo. Las capacitaciones, el trabajo, la educación todo eso no, es algo a nivel de alma, es al revés de cómo se suele hacer”, asegura.

 

A nivel religioso, no hay carencias. Dentro de los Centros hay iglesias católicas o evangélicas. Los privados reciben visitas constantes de sacerdotes y pastores.

 

 

Profesión de riesgo

 

os reclusos siempre buscaban la manera de obtener cosas de los “extraños” que les visitaban. A Emerson le pedían que les comprara cosas, que les diera su reloj o sus zapatos. Pero hubo uno con una petición tan extraña que lo dejó helado.

 

Llevaban un proceso de terapia y el paciente se sentía cercano a su psicólogo. Por eso se atrevió a pedirle que fuera a buscar a su novia a la universidad y que la enamorara. “Quiero que te acostés con ella”, le pidió y la petición era casi una exigencia. Le confesó que si lograba que ella le fuera infiel, entonces tendría un pretexto para matarla. Emerson tuvo que alejarse, guardar distancia.

 

“El personal en algunos casos tiene temor es muy difícil lidiar con cierto tipo de personas. Los profesionales del sistema van acompañados de un custodio a la clínica, los espera y se los lleva al terminar. Se queda cerca durante la terapia. Pero esa es toda la seguridad con la que ellos cuentan” explica Castillo.

Para los psicólogos y todos los que trabajan en prisión, es muy importante no revelar nada de su vida privada, para evitar que les ataquen fuera de la cárcel. Morales recuerda que en una ocasión se encontró con un exrecluso en un restaurante, lo reconoció y acercó a saludarlo. Lo invitó al almuerzo. Pero no todos los exreclusos, sus familiares o sus amigos son amigables. Es frecuente que traten de aprovecharse de ellos. Es frecuente, por esta misma razón, que los psicólogos no duren mucho tiempo en el puesto. Deciden renunciar y buscar un empleo menos peligroso, lo que dificulta la terapia. “Además los sueldos son muy bajos” lamenta Pivaral.

 

Aunque reconocen que no todos los privados logran rehabilitarse, no son pocos los casos de personas que tras salir de prisión logran encaminar sus vidas y no vuelven a delinquir.

 

“Es un trabajo muy delicado y uno por uno, un trabajo muy amplio, pero se puede rehabilitar. Sobre todo en las personas que tienen claro por qué mataron, qué hicieron, tienen muchas posibilidades de salir adelante si se les da ayuda, si reciben una atención integral. No es lo mismo un sicario que lo hace porque le gusta a uno que lo hace por dinero. Recuerdo que cuando les preguntaba a los que habían matado si en verdad no les importaba qué pasaba con el otro, respondían: la primera vez quizá sí, pero después solo importa que valga la pena la regazón”.

 

Emerson ya no labora en prisiones, ahora atiende su clínica privada. Le queda la experiencia y la certeza de que todos tienen una historia. Y que todos deberían tener la oportunidad de narrarla.

 

“Armando de la Torre decía que la persona más mala entra en su sistema bueno, pueden suceder dos cosas, o se arregla o la misma sociedad lo saca. Pero si la mejor persona entra en un sistema malo, o se corrompe o él mismo se va. Por eso es que los sistemas son los importantes”, concluye Morales.

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