El fenómeno es iterativo en Latinoamérica, y Guatemala tiene lo suyo. En 1856, al Jesús Nazareno de La Merced le fue otorgado el grado de coronel por el presidente Rafael Carrera. Y durante la época de la Contrarrevolución, al Cristo de Esquipulas se le nombró capitán general. Ambas circunstancias inundaron de vergüenza a la Iglesia, particularmente porque hubo aquiescencia de la jerarquía católica, como sucedió en 1954 con el arzobispo Mariano Rossell y Arellano y el nuncio apostólico Genaro Verolino.
Pocos años después, muchos grupos no católicos repitieron la historia —corregida y aumentada— y hoy se ponen a disposición de los grupos de poder desnudándose como un modelo de antievangelización.
El más reciente y grotesco acto de esa naturaleza fue la pachotada de Jeanine Áñez al haber entrado a la antigua sede del Gobierno boliviano llevando en las manos una enorme Biblia. Ni qué decir de las fotografías posteriores: antepuesta a la Biblia, un crucifijo igual de grande.
El mensaje subliminal fue: evangélicos y católicos, todos a mi servicio.
¿Qué hay detrás de semejantes actos que se justifican indebidamente con el nombre de Dios? En los párrafos siguientes se encontrarán tres de muchas respuestas.
La primera es la cultura antidemocrática tradicional de los gobiernos latinoamericanos, que sigue siendo el resultado de la aglutinación de relaciones sociales exageradamente violentas, las consecuencias de las estructuras económicas excluyentes, del racismo y de la falta de espacios para la participación política y social. Y para justificar esta cultura se invoca el nombre de Dios.
La segunda es atinente a los organismos de justicia débiles, corrompidos y parcializados que han contribuido al incumplimiento de la ley y al irrespeto de los derechos humanos. Verbigracia, la expropiación de tierra a los campesinos de los pueblos originarios (en aras de la civilización) y bajo el lema: «Dios hace justicia».
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La tercera es generalizada en el mundo. Corresponde al manejo del miedo al comunismo (de suyo obsoleto). Este terror ha propiciado entornos prebélicos, y en aras del anticomunismo se han cometido atrocidades inimaginables, la mayoría en forma de terrorismo de Estado y casi todas en nombre de Dios.
A partir del Concilio Vaticano II y de la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano (1979), denominada Conferencia de Puebla, la Iglesia católica salió al paso de semejantes aberraciones promoviendo la evangelización hacia los pobres y los jóvenes. Y la respuesta no tardó en hacerse sentir: fue una estrategia perversa. Se trata de la persuasión de grandes masas —a través de sectas fundamentalistas— para que se olviden del más acá pensando en una representación demasiada ilusoria del más allá, con lo cual eluden el abordaje de muchos problemas sociales y económicos que, lejos de estudiarse para buscarles solución, se han soslayado bajo la falsa premisa de «Dios así lo quiere».
El 3 de octubre de 2019, en el marco del 40 aniversario de la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano, el papa Francisco «repasó algunos de los contenidos de la Conferencia de Puebla: “la novedad de una autoconciencia histórica de la Iglesia en América Latina, una buena eclesiología que retoma la imagen y el camino del pueblo de Dios en el Concilio Vaticano II […] y una mariología bien inculturada…”».
El propósito del repaso fue llamar la atención para corregir el rumbo. Porque, si alguien sufrió en carne propia tan perverso manoseo del nombre de Dios, ese alguien es el papa Francisco. Como muestra, nótese en la fotografía del artículo la imagen de la quinta página (no numerada) del Misal diario para América [1]. Aparece el imprimátur de Eva Perón avalando el nihil obstat de Matías Kohen, censor eclesiástico de Buenos Aires, y el imprimátur está refrendado por Luis A. Borla, vicario general. Ese año (1946), Eva Perón era la primera dama de Argentina. Para entonces Jorge Mario Bergoglio tenía diez años y era monaguillo. La fuente es primaria: el ejemplar de allá llegó a la biblioteca de mi casa.
Cierro este artículo con un mensaje para los políticos que se dicen cristianos (católicos, evangélicos y de otro cuño). Es muy simple: «No tomarás en falso el nombre del Señor tu Dios» (Ex 20, 7; Dt 5, 11).
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[1] Azcarate, Andrés (1946). Misal diario para América (XXX edición). Buenos Aires: Editorial Guadalupe.
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