Lo conocí gracias a Yiansh, mi gran amigo del encanto compartido por las letras, quien me regaló el último ejemplar de una antología poética que consiguió. “Monique, ¡no me vas a creer dónde!”, me dijo, sacudiendo el libro, “en la famosa Librería Jurídica” de la zona 1, donde solíamos buscar (vaya ironía) las versiones comentadas y actualizadas de las aburridas leyes que memorizábamos para los exámenes.
Aquel pequeño libro de portada verde, que abrigaba una buena colección de páginas amarillentas —porque según Yiansh era toda una reliquia y debía yo cuidarla muy bien— sería mi fiel compañero entre la mochila durante el resto de ese año en que disfruté leyéndolo y releyéndolo, hasta llegar a reconocerlo como parte de mi mundo.
Las palabras de Otto René se me disolvían entre las eternas horas de clase, en las que me transportaba a sus amores por una Guatemala muy distinta (y muy igual) a la mía en aquél entonces: Sufro tu dolor/patria mía/ hasta lo más alto/ de mi alma./ Y no puedo/ escapar/ llagado/ como estoy/ de tu tragedia.
Ese libro se convirtió para mí en un horizonte de relación con su vida, con sus contradicciones, con su alegría paralizada: que la risa mía/ se me ha vuelto una mueca/ grotesca/en medio de la cara… pero también con sus suspiros: Contigo/ no me cabe el mundo/ en las venas./ Pero sin ti/ soy demasiado pequeño/ para esta calle/ de labios grises.
Cuando se anunció que al final de esta semana se celebraría un “acto de perdón en nombre del Estado” a la familia de este poeta, cruelmente torturado y asesinado hace ya 44 años, yo no pude evitar pensar en las trampas de la memoria, que nos puede llegar a eclipsar fácilmente esta permanente ausencia de justicia. No pude evitar erizarme, recordando nuevamente a este hombre a quien le cegaron la vida con tan sólo 31 años, e imaginando su dolor, su pánico y su tristeza final: …pero lo sé, oscuramente/ me lo dice la sangre/ con su tímida voz/ que muy pronto/ quedaré viudo de mundo...
Lo veo en el cartel del anuncio, con sus grandes anteojos y sus ojos negros. Él no sabe que fue mi entrañable compañero de clases; que viajé con él a su precipicio de los amores que matan, de las tremendas pasiones y la obstinación por un país por el que llegó a desangrarse: …yo he de morir para que tú no mueras/ para que emerja tu rostro flameando al horizonte de cada flor que nazca de mis huesos.
Pienso en él y en la que soy después de conocerlo y llevarlo viajando silenciosamente en mí, desde aquella época. Pienso también que llevaba un buen rato de no recordarlo. Que la memoria se dispersa entre diversas rutas, diversas paradojas, diversas trampas. Y que en Guatemala es un atrevimiento llamarle “histórica”, cuando por lo general no acostumbramos a retener por más de cinco minutos nada de lo que pasa.
Pienso en el (estático) paso del tiempo, en este preciso presente, y en las esperanzas de Otto René, tatuadas aún en algunas paredes de esta ciudad cansada:
Los niños nacidos/ a finales del siglo/ serán alegres…
Y nada/ podrá/ contra la vida/ porque nada/ pudo/ jamás/ contra la vida.
Entonces me pregunto quién sería hoy, de haber podido vivir, ese hombre que en algún momento de la vida, de alguna manera, le dio voz a mi indignación. Me pregunto también en cuántos más, como en mí, vive anónimamente ese poeta, para siempre, muy a pesar de las trampas de la memoria.
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