En los últimos 15 días, tres sucesos han bailado al ritmo de un perverso compás donde la inmoralidad, la injusticia y la ilegalidad han signado su pauta y sus notas y nos están aventando a un despeñadero.
El primero corresponde a las argucias de los diputados para aprobar la ley de aceptación de cargos, la cual, al estar vigente, les permitiría a los implicados en ciertos delitos disminuir sustancialmente la pena correspondiente.
El segundo incumbe al ministro de Comunicaciones, José Luis Benito, quien ha voceado que la red de carreteras del país está en óptimas condiciones. Se ha atrevido a decir que «está en óptimas condiciones en más de un 80 %».
El tercero concierne a la solicitud del ministro de Ambiente, Alfonso Alonzo, ante el Registro de la Propiedad Intelectual «para obtener la patente de invención de las “biobardas Marn”».
Por el amor de Dios. ¿Qué habremos hecho los ciudadanos guatemaltecos para merecer tantos absurdos que van desde los despropósitos de los diputados hasta las mitomanías de Benito y Alonzo?
Se entiende que dichas personas están en un estado de angustia. Ven muy cerca el 14 a las 14 horas, y sus acciones solo reflejan la ansiedad que les provoca la oscuridad que se les viene encima. Así, en los tres tablados descritos puede encontrarse como síntoma y como signo la desesperación. Es que jamás consideraron que el mal nunca paga bien. Están enmarañados, están enredados y el mal ya les mostró su rostro diciéndoles: «Este soy yo». Desafortunadamente, ya es muy tarde para que ellos echen pasos atrás. Así, las condiciones de negación que están viviendo (y que generan sus delirios) son explicables, aunque para nosotros, los ciudadanos de a pie, sean motivo de vergüenza.
No es la primera vez que cito a Morris West en relación con una descripción que dicho escritor hace del mal: «El mal es sereno en su enormidad. El mal es indiferente a la argumentación y la compasión. No es simplemente la ausencia del bien; es la ausencia de todo lo humano, el orificio negro en un cosmos desplomado en el cual incluso la faz de Dios es eternamente invisible» [1]. Y lo hago a manera de ejemplo (para quienes se inician en política) porque estos personajes están inmersos en ese vórtice que está próximo a tragárselos, y sus actitudes son consecuencia del darse cuenta de la imposibilidad de un retorno a una vida digna.
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Desafortunadamente, no podemos soslayar que esos contextos están sucediendo en medio de la peor indiferencia que haya sufrido la población guatemalteca. Apatía que carcome y mata. Más allá de protestas en las redes sociales, nada hay que no sea el despeñadero mencionado.
En el capítulo IV de La danza de los íntimos deseos. Siendo persona en plenitud, el antropólogo Carlos Rafael Cabarrús propone un ejercicio de autoevaluación. Dice, en relación con la democracia participativa: «¿Me siento yo también responsable de lo que pasa a nivel político o creo que la política es solo para los políticos? ¿Qué tipo de acciones me parece que debería yo asumir? ¿Conozco que tengo derechos en muchos niveles, aun derechos de consumidor, que tal vez nunca ejerzo?» [2].
Por las razones expuestas, los cristianos de los siglos XX y XXI no debemos dejar de lado la cita bíblica expuesta en la entradilla porque, sin que hayamos llegado al primer domingo de Adviento, en muchos lugares la Navidad ya empezó. Las cancioncitas dulzonas y melancólicas suenan por doquier y nos acendran la indiferencia, que daña igual o peor que muchas actitudes de los políticos actuales.
Recordemos: «Por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca» (Apocalipsis 3, 15-19).
Por cierto, el 14 de noviembre se notició la muerte de un niño trabajador en el municipio de Purulhá. ¿Suicidio o accidente? Enfrente tenemos un limbo. Pero el niño, de nueve años de edad, era trabajador. Pregunto: ¿dónde tendría que haber estado?
* * *
[1] West, Morris (1996). Desde la cumbre. La visión de un cristiano del siglo XX. Buenos Aires: Javier Vergara Editor.
[2] Cabarrús, Carlos Rafael (2006). La danza de los íntimos deseos. Siendo persona en plenitud. Bilbao: Desclée de Brouwer. Página 51.
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