Me refiero a esos automotores que jalan un remolque, esos monstruos de carga que fluyen en las carreteras (si es que se puede calificar de tales a las redes viales del país) como agua del río Cahabón en sus vertientes más inclinadas y con los cuales corremos el riesgo de encontrarnos en un momento desafortunado quienes vivimos en el interior de la república y viajamos con frecuencia a otros lugares de la provincia o a la ciudad (capital) —a más de la tortura de los túmulos—.
Sí, en las carreteras asfaltadas de Guatemala, la muerte se conoce con el nombre de tráiler. Conste que también sufren su encuentro las personas que de la ciudad (capital) viajan a la provincia. El riesgo es generalizado.
El 1 de marzo recién pasado, uno de esos leviatanes cobró la vida de siete personas y dejó una cauda de 21 heridos en una embestida contra 20 vehículos en San Cristóbal, Mixco. Y las consecuencias, nada gratas: rebalse de hospitales, familias desamparadas, colapso del tráfico vehicular y la angustia de los transeúntes.
Muy fácil es despellejar al piloto. Nada más fácil. Porque la pita siempre se rompe por la parte más delgada. Mas, sin perjuicio de la responsabilidad que puedan tener los conductores en ese tipo de accidentes, hay otros factores que deben tomarse en cuenta. Acerca de ello vale la pena discernir en estos momentos de dolor.
El primero es atinente a las condiciones de salud de los conductores. Me refiero a la salud física y emocional. Es un secreto a voces su entorno laboral: largas jornadas de trabajo, consumo de anfetaminas para no dormir, lugares inadecuados para descansar (en el mismo tráiler la mayoría de las veces) y sus crisis existenciales en cuanto el sentido de su vida y de su futuro, muchas veces generadas por el exiguo salario que reciben.
El segundo es concerniente al estado de los vehículos. Semejantes moles deberían estar estrictamente supervisadas en cuanto a su mantenimiento preventivo. Me refiero a los frenos, su sistema de dirección, condiciones de las llantas, sistema de luces, espejos, etc. Los empresarios, los dueños de los vehículos, tendrían que entrar en intelección de que un mantenimiento adecuado no solo evita accidentes, sino también reduce costos de operaciones.
El tercero es referente a la constante educación vial que pilotos, ayudantes y jefes de operaciones de los transportes tendrían que tener como pan de cada día. La educación vial es toda una teoría que «se relaciona principalmente con la convivencia adecuada de los diferentes vehículos, del manejo de los mismos frente a la presencia de fenómenos específicos y del cuidado primordial del bienestar del transeúnte». Pero no. Siempre no. En Guatemala, como en otros estamentos de nuestra sociedad, quien tiene el vehículo más grande es el que pasa primero y se atreve a desafiar hasta a la mismísima policía de tránsito.
Y por último, el tema de qué carretera tiene las condiciones para que este tipo de transporte pase por ella. Yo he visto vehículos enormes transitando en ciertos tramos de la ruta nacional 7 W como si estuvieran circulando en una autopista.
De esa cuenta (todo lo referido), en Guatemala no hay día, no hay semana, no hay mes en que un accidente no cobre vidas de guatemaltecos. En la mayoría de ellos, el transporte pesado está de por medio.
A manera de colofón, ¿quién repara los daños ocasionados a la infraestructura vial en esas hecatombes? Ojalá no seamos nosotros, los ciudadanos de a pie y quienes sí cumplimos con el pago de nuestros impuestos.
Hasta la próxima semana si Dios nos los permite.
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