En las redes sociales no se ha dejado de discutir, de llamar a la acción, de entender que si no salimos a las calles nada puede cambiar. No solo es manifestar el rechazo. Es todo lo que significa organizarse para poder estar allí junto con otros. Grupos cerrados, mensajes privados, WhatsApp, Twitter… Todo para ponernos de acuerdo, para acordar un mismo mensaje, para discutir por qué estamos saliendo, cuáles son las posturas, por qué una y no otra. Pero salimos a las calles....
En las redes sociales no se ha dejado de discutir, de llamar a la acción, de entender que si no salimos a las calles nada puede cambiar. No solo es manifestar el rechazo. Es todo lo que significa organizarse para poder estar allí junto con otros. Grupos cerrados, mensajes privados, WhatsApp, Twitter… Todo para ponernos de acuerdo, para acordar un mismo mensaje, para discutir por qué estamos saliendo, cuáles son las posturas, por qué una y no otra. Pero salimos a las calles.
Y los estudiantes, siempre los estudiantes. Es una época difícil para ser estudiante en un país donde hay tanto por hacer, donde hay tanta confusión, donde la claridad es fruto de un ejercicio racional, pero ante todo ético y aun íntimo. Los escucho, media hora después del fin de la hora de salida del curso, preguntando qué vamos a hacer. No quieren quedarse de brazos cruzados, pensando desde casa cómo la democracia se entiende desde lo teórico. «La democracia de hoy no es lo que nos enseñan. No nos dicen cómo y qué es este Estado en el que vivimos». Y entonces pensamos que debemos salir. Nos organizamos para salir.
Leo que estudiantes de la USAC llaman a «compañeros y compañeras de las universidades privadas» a ser parte de la marcha que sale de Rectoría. Llaman a esos estudiantes con los que he compartido ya unos meses y que no quieren resignarse a ir todos los días a la universidad sin la posibilidad de salir a las calles, de decir qué piensan. Los llaman en calidad de estudiantes universitarios —con lo que significa históricamente ser estudiante universitario en este país de desaparecidos y de torturados, de asesinados por pensar y atreverse a no callar— para construir caminos y rutas que permitan articular luchas y discursos, replantear identidades e historias.
Salir a las calles, salir a las calles. Mientras escribía esta columna el fin de semana, no sabía cómo sería la manifestación del sábado 25 de abril. No podía dejar de ser optimista al ver cómo había sido una respuesta espontánea de muchos hombres y muchas mujeres que conozco. No sabía si todos estaríamos de acuerdo con todas las consignas o si al encontrarnos nos sorprenderíamos de ver personas tan diferentes a nosotros. No había escuchado más que rumores de violencia que habían infundido miedo, pero que no fueron suficientes para impedirnos salir a la calle. El sábado salimos con la esperanza de que cualquier expresión como esta abonara a una organización social y política vedada por décadas en Guatemala. No hay en la historia otro camino posible para la transformación en las circunstancias en las que nos encontramos.
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