Por ello, en anteriores oportunidades se ha analizado el proceso de conformación de la nación guatemalteca, se ha descrito la cultura autoritaria que subyace en la conciencia de los ciudadanos guatemaltecos, y se ha descrito el complejo de fracaso que padecen los actores políticos y sociales de esta sociedad, ya que cada cuatro años, los actores que nos gobiernan se empeñan en borrar las huellas de lo que han hecho sus predecesores.
Sin embargo, un aspecto importante que ha quedado pendiente es el análisis de lo que la teoría política llama el “momento fundacional” de la sociedad guatemalteca, ya que esta es la explicación histórica de por qué se estabilizaron ciertas prácticas e instituciones políticas que han condicionado sistemáticamente el desarrollo histórico de nuestra sociedad.
La historiografía más moderna ha demostrado que en el momento en que se fundan las instituciones de la República de Guatemala, tal como ocurrió en toda América Latina, las élites gobernantes importaron un modelo de Estado y de instituciones políticas que eran tan avanzadas, que apenas se habían puesto en práctica de manera parcial en los Estados Unidos de América. Ese conjunto progresista de leyes que fundaban una nación y un Estado Moderno, ¡ni siquiera estaban en discusión en Europa en ese entonces!
Este modelo institucional presuponía una sociedad moderna, basada en un ideal de ciudadanía que implicaba la disolución de cualquier actor corporativo y el surgimiento, por tanto, de un hombre libre, racional y creador de nuevas prácticas y valores, más allá de convencionalismos y tradiciones acríticamente aceptadas; el problema era que tal actor no existía en la realidad, tan solo en el papel.
Por el contrario, la sociedad que recibe este diseño institucional está fuertemente corporativizada, anclada en identidades y prácticas culturales tradicionales que no tienen nada que ver con el entorno institucional que imaginaron las élites políticas fundadoras, de manera que desde el principio, la sociedad guatemalteca se vio muy poco reflejada en las instituciones políticas. Este divorcio entre las instituciones estatales y la sociedad que debían representar es el origen de muchos de los problemas que aquejan hoy en día a la sociedad guatemalteca; explica por ejemplo, la baja legitimidad de la que aún gozan todas las instituciones estatales, tal como demuestran sistemáticamente los estudios como el Latinobarómetro y otras mediciones similares: existe una permanente desconfianza de la sociedad hacia sus instituciones, hacia las fuerzas de seguridad y hacia los actores y partidos políticos.
Explica también la incapacidad de la sociedad de establecer un verdadero Estado de Derecho, ya que la ley tiene una función legitimadora, más que de regulación de la vida cotidiana. De hecho, en Guatemala se dice coloquialmente que “hecha la ley, hecha la trampa”, para definir esa desconfianza que heredamos desde el momento de la fundación de la República y que demuestra que la ley sirve para legitimar las decisiones previamente tomadas, más que para garantizar el principio de igualdad ante la ley. El concepto de Anomia Regulada, que se contrapone al de “Cultura de la legalidad”, sirve para explicar la casi imposibilidad de que los cuerpos legales sean cumplidos por los actores políticos, a menos, claro está, que favorezca a sus propios intereses.
El resultado de todo esto: la racionalidad típicamente moderna, aquella que Jon Elster llama “Racionalidad instrumental”, que se sintetiza en el individualismo egoísta, impregna todas las acciones públicas de la sociedad, llevando a una interminable lucha por imponerse los unos a los otros –lo que Hobbes llamaba la “guerra de todos contra todos”–, ya que no hay cabida en la acción pública para la acción ética, ni para los valores, ni para las muestras de heroísmo y desinterés por los demás, porque cada proyecto o declaración pública esconde la intención de beneficiar los intereses del grupo o sector que se defiende.
El resultado: nos vemos atrapados en lo que O’Donell llama “el gigantesco dilema del prisionero”, para describir esa situación en la que todos quisieran cambiar, pero nadie quiere arriesgarse a hacerlo, o en su defecto, cada actor quiere imponer su propia solución al resto. Este es el círculo vicioso que nos condena como país y sociedad.
Reconocer que tenemos un vacío de identidad colectiva es el primer paso para cambiar.
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