Soy de plática fácil. Y mi esposo, que más bien es de los que la evitan a menos que sea realmente necesaria, vive asombrado por la facilidad con la que algunos extraños con que me cruzo en la calle me cuentan cosas personales. Muy personales.
Como aquella vez que un mecánico debía llevarme al taller a recoger mi carro del servicio. Las seis cuadras que debía durar el trayecto no fueron suficientes para la catarsis. Al llegar al taller, el hombre parqueó y nos quedamos unos minutos más en el carro para que pudiera terminar de hablar. Todavía no puedo explicarme cómo de darle las gracias por llevarme pasó a contarme su historia de amor con una prostituta, lo difícil que había sido para él aceptar que podía enamorarse de ella, cómo se había ido desarrollando en él una profunda ternura y comprensión por la vida de las mujeres en esa situación, su lucha por ayudarla a salir de allí.
Más recientemente, el 24 de diciembre, visité un salón de belleza al que nunca había ido. Después de rogar que me atendieran porque llegué sin cita previa, la señora aceptó atenderme. Lo hizo con una sonrisa y un guiño cómplice. Yo había llegado con mis hijos y me llamó la atención su particular amabilidad con ellos. Hizo comentarios de sus playeras de futbol y se rio de que llevaran una pelota con ellos. Comenzó a platicar conmigo de eso precisamente: de los entrenos, de los cremas, de su hijo. Con sonrisa generosa y mirada húmeda me contó que esa misma mañana le había llevado flores. «Quién iba a decir que el año pasado le compré sus botines, y esta vez son flores las que le llevé», me dijo. Siguió hablando de él y de sus historias, y yo, que solo escuchaba, sentí que conocía la parte más luminosa de ese joven y al mismo tiempo todo el dolor que esta madre llevaba consigo. Ella, con el cepillo y mi cabello en sus manos, hablaba con amor y una cierta paz. Yo, con mucha vergüenza de no poder mostrar su misma fortaleza, tenía que limpiarme las lágrimas cada tanto y hacía un esfuerzo enorme por no caer en el sollozo. Nunca pregunté cómo había fallecido: ella quería hablar de su vida, no de su muerte. Terminó de peinarme y, al pararme, habiéndonos conocido media hora antes, solo pudimos abrazarnos fuertemente, sin decir nada, porque tanto dolor a veces solo lo sostiene el silencio compartido.
Me suceden estas cosas en la fila del banco, con los meseros en el café. La mayoría empieza a hablar sin saber que soy psicóloga. Lo que seguro llevo conmigo siempre es un interés por las personas, y puede que ese sea el detonante. Eso, y que en una sociedad en la que la desconfianza nos atraviesa, en donde guardamos distancia para protegernos, ansiamos ser escuchados. Así, cuando las personas encuentran un lugar donde dejar sus palabras, emergen pequeños encuentros de maravillosa humanidad.
Escuchar no es fácil. Debemos hacerlo a propósito. Creemos que sabemos quiénes son los otros sin darnos la oportunidad de escucharlos. Las investigaciones en psicología social dicen que tardamos menos de una décima de segundo en formar un juicio de una persona y que lo intuido en ese brevísimo tiempo marcará inevitablemente nuestra interacción con ella. Vamos por el mundo relacionándonos con hologramas de los demás. Así, escuchar al otro, realmente escucharlo, es dejarlo llenar de significado su imagen ante sí y ante nosotros.
Sabemos que hablar es importante, que la palabra libera. Pero se necesitan dos, y uno de los dos debe estar dispuesto a escuchar. Desde esa escucha y ese ser escuchado, el mundo parece menos hostil. Los hologramas se tornan de carne y hueso. Descubrimos que nos parecemos más de lo que imaginábamos.
¿Cuántas hostilidades podríamos ahorrarnos si nos diéramos el tiempo de escuchar?
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