En la diversidad ideológica se debate intensamente si el Estado debe intervenir en áreas como la salud y la educación, pero casi nadie cuestiona que la seguridad ciudadana y la administración de justicia son tareas inherentes al Estado. Pero, aun inherentes, ciertamente no son exclusivas.
Más si la necesidad de servicios privados de seguridad surge de deficiencias en las fuerzas de seguridad del Estado. En Guatemala, como en casi todo el resto de Centroamérica y en muchos lugares del mundo, el Estado no cumple con su tarea de garantizar seguridad a la ciudadanía, por lo que proliferan empresas privadas dedicadas a ofrecer servicios de seguridad.
Pero entre la oferta y la provisión efectiva de servicios de seguridad existe una brecha que se mide en criminalidad, impunidad y, demasiadas veces, tragedias mortales. Basta escribir en el buscador Google por internet las palabras «guardia seguridad privada asesinó Guatemala» para obtener como resultado una lista de notas sobre asesinatos y otros hechos delictivos cometidos por miembros de empresas privadas de seguridad. Esto es un problema de magnitud estructural si se tiene en cuenta que hay más guardias privados (120 000) que agentes de la Policía Nacional Civil (30 000) y que Guatemala es el país con más guardias privados en la región.
Casos como el del asesinato trágico de Patricia Samayoa Méndez, ocurrido el 3 de julio de 2014 a manos de un guardia privado, conmocionaron a toda Guatemala. Pero quizá más trágico aún es que los desmanes de estos cuerpos armados sin control están volviéndose un asunto cotidiano. Y algunos apenas alcanzan los titulares, cuando el saldo se cuenta en muertes.
Pero ¿qué pasa con —o quién tiene registro de— todas las anomalías e ilegalidades cometidas por las empresas privadas de seguridad que no terminan en muertes? Por ejemplo, negligencia, abusos, cobros excesivos, irresponsabilidad en el manejo de armas, falta de capacitación, complicidad con delincuentes y un largo etcétera. ¿Qué tan frecuentes son?
Es una situación que pierde nuestra atención y que poco a poco deja de preocuparnos conforme se va tornando cotidiana. Hasta que ocurre algo que sacude nuestro entorno familiar o laboral. Hace dos días unos delincuentes penetraron en la casa de mi padre para robar, posiblemente con la complicidad de la empresa privada que supuestamente brinda seguridad en el sector. Los ladrones ingresaron y salieron cruzando dos garitas, y los vecinos aseguran que algunos de ellos montaron guardia frente a la casa mientras otros rompieron una puerta metálica, allanaron la vivienda y extrajeron cuanto les interesó, con tranquilidad y con la conveniente ausencia de los guardias privados.
¿Sorprendido? Apuesto que no. De hecho, tengo casi la certeza de que le parece uno de los hechos más comunes, típico de los lugares en los que empresas privadas supuestamente proveen seguridad con garitas, cámaras, rondines, talanqueras y demás parafernalia inútil. Y onerosa. Le invito a hacer un esfuerzo y horrorizarse ante la idea, que no puede ser normal, mucho menos deseable. Es una situación sumamente peligrosa.
Por supuesto, me negué al conformismo. Pese a que soy perfectamente consciente de las deficiencias en las fuerzas de seguridad, solicité la ayuda de la Policía Nacional Civil y ratifiqué lo denunciado en el Ministerio Público. No quiero regalarles la tranquilidad y la confianza de lo que ellos consideran común: que no denunciaré por temor o por inefectividad de las fuerzas de seguridad.
Hace dos días le tocó a mi padre. ¿Cuándo les tocará a usted y a su familia?
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