Yo pregunté qué pasa con quienes se dedican al magisterio, a la medicina, al derecho y a muchas otras actividades que, según la opinión vertida, no producen nada tangible.
De hecho, decir los que no producen es una expresión descalificadora y de clase. La autollamada clase productiva está convencida de que producir bienes palpables y generar ganancias es lo más meritorio en esta sociedad e identifica a los más aptos. En su favor, se reconoce que el país no iría a ninguna parte sin las personas que arriesgan su capital y dedican su trabajo a producir. El problema es que no habrá un proyecto viable de nación sin una reflexión honesta sobre el emprendimiento rentista.
Hace poco, en una serie de reportajes de la televisión japonesa, reuní material basado en entrevistas a personas emprendedoras que alcanzaron mucho éxito. No entraré en detalles. Solo diré que me quedé perplejo al ver la colosal diferencia cultural revelada por una pregunta hecha a todos: ¿cuál fue su lema, su motivación principal? Se esperarían palabras de las gavetas del éxito, la competitividad, el liderazgo, y otras empalagosas y vacías de cartelitos de misión y visión empresarial. Pero no. La motivación no va por ahí, sino por contribuir a resolver problemas de la sociedad: por servir, por ser útil de manera especial. Por ejemplo, quien inventó la calculadora personal (el señor Cacio —sí, con ce—) se motivó con la resolución de un problema del grupo de amigos que se reunían a jugar boliche. Era tediosa la suma de puntos en las boletas de control.
En resumen y en buen chapín, la motivación principal en los casos investigados no ha sido hacer pisto y dejar desparramados por el camino a los competidores. Y es ahí donde debemos aprender que, en un capitalismo sano, el éxito económico es un resultado final, no una cadena de objetivos inmediatos.
Aquí dejo algunos malos ejemplos de los que soy testigo:
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- Un emprendedor cultural convocó a fotógrafos nacionales para trabajar luego de la presentación de una obra de teatro con estrellas extranjeras. Al final del espectáculo, estas debían tomarse fotos con el público dispuesto a pagar, digamos, Q200 por foto. Los fotógrafos tomaron y tomaron… Luego entregaron su material y fueron advertidos de que no les pertenecía. Ellos llegaron por sus medios y debían tener equipo profesional propio. Como todo fue a la carrera, no hubo tiempo de discutir condiciones. Al final, cansados, fueron por su paga. A cada uno le dieron un billetito de 100 quetzales, y que le vaya bien.
- Dos emprendedores de mi vecindario se asociaron para poner una tortillería. Invirtieron en un comal de gas, un canasto grande y maíz cocido. Contrataron jovencitas indígenas, que trabajaban casi doce horas diarias, siete días a la semana. No recibían alimentación, salario mínimo ni prestaciones de ley.
- Una persona que poseía varios árboles de noni (planta con afamados poderes para fortalecer el sistema inmunológico) se puso a moler las hojas y a venderlas para infusión. También las hacía polvo y las metía en cápsulas digeribles. Diseñó un empaquetado muy bonito y vendía sus productos por arriba de los Q200 el paquete o frasco pequeño.
- Luego del devastador terremoto de Haití (2010), una empresa vendía cursos para aprender a hacer zanjas. Entregaba un diploma que, supuestamente, abría las puertas para que los graduados fueran rápidamente contratados para cavar fosas comunes.
¿Emprendedores? Decida usted. Estas personas del mundo capitalista, ¿acaso no son expropiadoras de los bienes, los potenciales, los derechos y la ilusión de otros?
Dedicarse a hacer y acumular riqueza no debe ser la única meta legítima para todo el mundo, especialmente si eso pasa por encima de la ley y de los derechos e intereses de los demás.
La sociedad necesita emprendedores, burócratas, intelectuales, cuentacuentos, hasta diputados simbióticos (no parásitos). Ojalá que, en un día no muy lejano, la crema y nata de la sociedad sean las personas empáticas y decentes, en variedad de trajes, credos, apellidos, ocupaciones y gustos.
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